Qué difícil resulta hablar en pasado de las personas que queremos de verdad cuando se van. Quienes hayan experimentado lo que digo entenderán el alcance de mis palabras. El pasado 14 de diciembre, nuestro amigo Arturo Arnalte perdió la guerra que llevaba luchando desde hacía semanas en la UCI contra este maldito virus que no nos da tregua. Ganó alguna batalla; incluso llegó a despertar y sentarse en la silla, pero una neumonía bilateral acabó con sus pulmones enfermos. Los médicos hicieron todo lo que pudieron. Tuvimos la inmensa suerte de tener una persona conocida y querida trabajando en aquella UCI. Esta casualidad humanizó todo el proceso. Sin embargo, en los últimos días solo nos quedó esperar el fatal desenlace. Ya solo un imposible, que no se produjo, podía habernos devuelto a Arturo.
Esa es la tragedia para todos los que le quisimos. Arturo ya no está. Es imposible desprenderse de la sensación de irrealidad que nos embarga cuando pensamos en él. Me lo imagino en su buhardilla luminosa y feliz entre Sol y Callao leyendo, echándose la siesta o escribiendo sobre alguno de los proyectos que tenía en ejecución; o quizás en algún país de Hispanoamérica conviviendo con la comunidad LGTBI para conocer desde el suelo la situación del colectivo en estos países; o si no, recorriendo las iglesias de Castilla buscando representaciones de los negros en la iconografía religiosa. Porque Arturo amaba a los negros. Su interés interracial iba más allá del mero conocimiento historiográfico o artístico; era como si a través de sus investigaciones pretendiese una reparación histórica. Pero, cuando mi imaginación deja de volar, la realidad me suelta un guantazo y me devuelve a la consciencia de que ya no habrá más charlas perezosas y risueñas en el sofá de su salón donde era tan fácil despanzurrarse. En medio del ajetreo de Madrid, a Arturo era muy fácil verlo y quedar con él. Su generosidad llegaba a todas las esquinas de nuestra relación. Creo que fue por eso que acabamos queriéndole tanto y teniéndolo como un afecto de referencia. El suyo era un corazón que latía en el centro mismo de esta ciudad inmensa que acaba atrapándonos a los que venimos de fuera con su acogida.
A nuestra pena se une el desconcierto. Después de haber pasado lo peor de la pandemia, la mala fortuna se ha ensañado con él y su familia de una manera dramática. Es imposible no sentir rabia ante lo que Arturo ha dejado a medias, al pensar todos los momentos que nos quedaban por vivir y todo lo que le quedaba por hacer. Después de una larga carrera profesional como periodista en la que llegó a dirigir las revistas La aventura de la Historia y Descubrir el Arte, Arturo ya disponía de todo su tiempo para dedicarlo a lo que más le gustaba: investigar y escribir sobre la trata africana, la represión de la homosexualidad y la literatura de viajes. Aunque Arturo nos ha dejado un buen puñado de libros (alguno inédito), no me consuela el hecho de que nos queda su obra. Porque todo lo que escribió es solo una pequeña muestra del ser humano curioso, afable, altruista y divertido que era. Odio el pretérito: sigue siendo para los que le conocimos y amamos.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Foto de María José Mier
Obra de Arturo Arnalte Barrera:
Los últimos esclavos de Cuba (2001)
Redada de violetas (2003, reeditado en 2020)
Richard Burton, cónsul en la Guinea Española (2005)
La diáspora africana (2006)
Grandes viajeros que cambiaron la Historia (2008)
Delirios de grandeza (2009)
Trásfugas, travestis y traidores (2009)
El derecho a amar (2017, en colaboración con la fotógrafa Isabel Muñoz)