Juan, siempre me pides que sea sincera en los comentarios de tus obras, seas tú o no el director del montaje. Vaya por delante que esta vez no me costará nada serlo. Supongo que ya sabes que La lengua en pedazos es uno de tus textos más hermosos y poéticos, pero también complejo. Teresa de Ávila recibe en la cocina del convento de San José a un Inquisidor que pretende cerrar la casa que ella y otras compañeras han abierto después de abandonar el de la Encarnación. “Entre pucheros anda Dios”. Esta vez el que corta la cebolla sobre la tabla de madera es el Inquisidor, no la santa de Ávila. Cebolla, comida de pobres, como cantaba el poeta en sus Nanas y cuchillo, símbolo fálico que evidencia quien mantiene el poder. Queda por demostrar si también la autoridad. Recuerdo cuando lo vi representado por primera vez. Debía de ser por 2013, en el Fernán Gómez si no me falla la memoria. Quedé fascinada por el texto en boca de Clara Sanchís y el entonces Inquisidor, Pedro Miguel Martínez. Tú te estrenabas como director y yo, como espectadora, hubiera querido levantarme y ponerme en medio de aquellos dos personajes y decirles: “Espera. Detente. Repite esa frase otra vez”. El diálogo entre ellos, o el combate dialéctico como lo he oído llamar, me reclamaba a gritos que fuera al texto. Lo hice aquella vez y lo he vuelto a hacer de nuevo ahora.
Espero que el montaje gire y vuelva a los escenarios en Madrid, al Teatro Galileo o a cualquier otro. Allí, en las tablas del Galileo disfruté hace años (esta vez no recuerdo el año) de una puesta en escena irrepetible de El chico de la última fila, tan sencilla como veraz. Pensé que quizás te encontraría porque era el último día de representación. Después entendí bien por qué no. Sigo con La colección anotada debajo del brazo. ¿Escribirás mientras tu mano pueda sostener la pluma? Sé que como Teresa y el Inquisidor nos acabaremos encontrando y será en el teatro o entre libros, algún día, será incluso sin mascarillas, porque “en libros he encontrado el consuelo que no me dan las gentes. […] El libro es escudo que frena los golpes de los pensamientos”.
“La imaginación es la loca de la casa” y así, como un orate, te has inventado este encuentro entre un hombre, seguro de quién es y de sus convicciones, y una mujer, que duda a cada paso y que no trata de convencer a quien tiene enfrente. Teresa solo busca mostrar la verdad de su corazón, pero es consciente de las limitaciones del lenguaje para ello. “La lengua está en pedazos y es solo el amor el que habla”. Y esta singularidad la convierte en una subversiva, porque sus palabras “suenan a utopía, a república de mujeres, a disparates”. Solo poco a poco irán cayendo los prejuicios de ambos: él está convencido de que está ante una amante del teatro que busca la notoriedad y ella quizás piensa que se encuentra ante un dominico que no dará tregua a su proyecto de vivir en una comunidad como los primeros cristianos. Los dos, tan distantes físicamente al principio, se equivocan, se mueven por el escenario persiguiéndose con sus argumentos para acabar coincidiendo en el pensamiento y en el lenguaje, pero también en las miradas y en las manos. Ese encuentro se produce gracias a esa luz tan cercana al teatro de Buero Vallejo.
Sabemos tú y yo (y también los personajes) que el hábito no hace al monje, pero le ayuda. En este caso, el montaje colabora con el texto, lo eleva desde el escenario y nos lanza las palabras al patio de butacas. Los actores Clara Sanchís y Daniel Albaladejo desaparecen del escenario, porque estos dos únicos personajes llenan el espacio escénico habitado por esas doce sillas blancas, vacías, todas diferentes que representan a las hermanas de Teresa, a los doce apóstoles, a los espectadores, a ti y a mí, hablando en el texto del texto. “De lo que no se puede hablar, más vale callar”. Entonces todos nos callamos para que tomen la palabra Teresa y el Inquisidor.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe