La mañana estaba
nublada pero pensó que un poco de lluvia refrescaría el ambiente agobiante de
los últimos días. El Puig se veía muy bien aunque la luz era cenicienta. Otra
cosa era la cima de Santa Ana que se apreciaba un poco difuminada. El vaso de
café con leche le quemaba la yema de los dedos, tuvo que dejarlo en el regazo
posado sobre el paño de cocina. La miel todavía no se había deshecho, por eso
tenía que removerlo con la cucharita. De vez en cuando la sacaba del líquido
hasta que desaparecía después de agitarlo. Iba con cuidado de no golpear la
cuchara con el cristal del vaso. Su hija la había reñido bromeando porque
parecía que tocaba una campanilla. Se quejó y no aceptó la corrección. ¿Dónde
se había visto que los jóvenes corrijan a sus mayores?
Había sido un
acierto encargar aquella butaca. El tapizado era suave y el color, sufrido,
como debía ser para esconder las manchas. Era cómoda, sin duda, pero no tanto
como para dormirse. El respaldo le abrazaba la espalda para proporcionarle el
confort suficiente. Se imaginó las siestas que haría el nieto mayor, medio
acurrucado y las meriendas que dejaría a buen recaudo el más pequeño. Por eso,
un color oscuro era necesario. Le resultaba curioso que a aquel niño le gustara
tanto la sandía. Uno de los rituales establecidos entre abuela y nieto
consistía en darle trocitos de fruta en la boca. El crío revoloteaba por la
estancia jugando y moviéndose sin parar como un pajarillo, mientras ella se
quedaba sentada en la butaca con el plato de sandía sobre el regazo. De vez en
cuando, el avecilla se acercaba para alimentarse antes de retomar el vuelo.
Aquella butaca
tenía un emplazamiento predilecto junto a la ventana del salón. Nada le gustaba
más que pasar ratos contemplando la calle y el paisaje, especialmente por las
mañanas. Las primeras horas durante las cuales el día aún se desperezaba eran
sus preferidas. Quizás no había demasiada actividad por las calles pero este
hecho facilitaba que la observación fuera más cuidadosa, más detenida. El ruido
del tráfico intermitente se convertía en el murmullo que acompasaba sus
pensamientos.
La soledad que
había sido tan temida en otros tiempos era ya una fiel aliada. Se contrariaba
cuando perdía aquellos momentos de reflexión o de dejar la cabeza sencillamente
en blanco, porque podía hacer lo que le viniera en gana, ya no había ningún
gallo en aquel gallinero. Ella había aprendido muy bien que la mujer como la
hormiga ha de ser. ¿Qué problema había si ahora se convertía en una cigarra? A
la vejez viruelas… ¿No dicen eso? Los primeros meses fueron los más difíciles.
Cuando la muerte rasga la rutina de las mañanas, el vacío aparece abismal. La
pérdida de los padres nos enfrenta con nuestra propia desaparición. Quizás la
lección más valiosa de los progenitores es la última: una, tan preparada frente
al tránsito, dejándose ir con levedad; el otro, con una fiereza adolescente,
arañando con rabia las paredes de una existencia agotada. Cuando los padres se
van, te quedas en primera línea de fuego.
El café con
leche se había quedado tibio, quizás demasiado. Suerte que era verano y que no
le gustaba demasiado caliente… Al nieto mayor le pasaba lo mismo: las comidas
demasiado ardientes le molestaban. Ya hacía tiempo que lo tomaba descafeinado.
¿Dónde habían ido a parar todos aquellos años en los que los cafés bien
cargados eran tan necesarios? ¿Tanto trabajo y tanto quebradero de cabeza iban
a alguna parte? Ya lo decía su madre: tendríamos que ser viejos en primer
lugar. Lo hicieron como pudieron, ambas. ¡Qué adquisición más buena había hecho
con aquella butaca! La vieja estaba así, demasiado vieja. Ya se lo habían
advertido los hijos: que tenía que desprenderse de aquel mueble estropeado por
los años. A duras penas se apreciaba el cuero de mala calidad desgastado por el
uso. Tenían razón. Había llegado la hora de comprar uno, completamente nuevo.
La vieja butaca
había conservado la situación privilegiada en medio del salón, incluso después
de la muerte del marido. En sus últimos años de vida había sido difícil
distinguir el asiento y el hombre. Los límites entre ambos se habían disipado.
Desde entonces, el cachivache había sobrevivido como testimonio de tanta
privación y de tanto sufrimiento. ¿Por qué nos empeñamos en situaciones que nos
perjudican tanto? Una década después el tributo sumiso se había ido borrando
con cada escama de piel de imitación que se desprendía. El tejido despellejado,
desprovisto de todo vestido, había dejado los recuerdos desnudos, sin
pesadumbre. Había comprobado con satisfacción que ya no hacían daño, que ya no
necesitaba buscar justificaciones inútiles. ¡Ay, madre, si lo hubiésemos sabido
hacer mejor! ¡Qué cerca estaba ahora de su madre! Mucho más que cuando estaba
viva. ¿Era una lección o una contradicción más? Parecía un sarcasmo que su
padre hubiera ocupado aquella butaca maltratada en sus últimos meses sobre la
tierra, cuando su madre ya había muerto. Pero todo aquello ya era pasado. El
café con leche se había quedado frío. Suerte que era verano. Cómo le gustaba el
verano y su butaca nueva.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Relato publicado en 'El conte del diumente'
Periódico 'La veu del País Valencià'
23 de julio de 2017
Profesora que escribe
Relato publicado en 'El conte del diumente'
Periódico 'La veu del País Valencià'
23 de julio de 2017