La respuesta es obvia: porque era la vacuna que me tocaba. Que el acceso a la vacuna sea público y universal y que no podamos elegir la solución que nos administrarán dice mucho de la sociedad democrática e igualitaria que aspiramos a ser. Dicho esto y a pesar de todas las dudas que ha suscitado este suero, lo hice con convicción y mucha alegría. Si queremos que esta pesadilla pandémica acabe pronto, debemos confiar en la Ciencia y en la Medicina. Nuestra capacidad colectiva para mantener una disciplina constante y un criterio coherente por parte de nuestros gobernantes estatales y autonómicos, basado en lo que dicen los expertos y en el consenso, están bastante en entredicho. Puedo entender los miedos y las dudas que algunos manifiestan acerca de las vacunas, en general, y sobre esta, en particular, porque esta pandemia ha puesto en primer plano nuestra fragilidad personal y social. Cuando converso con alguna de estas personas dubitativas, le argumento que cada uno de nuestros días, desde el momento en que nos levantamos, es un acto de confianza en los demás (y mira que no vamos muy sobrados de ella): confianza en quien enseña y en quien cuida de nuestros hijos; confianza en quien nos diagnostica y nos cura; confianza en quien conduce el metro, tren, avión o cualquier medio de locomoción, que nos lleva al trabajo, de vacaciones o a visitar a nuestra seres queridos; confianza en los ingenieros que han diseñado y supervisado las carreteras y obras públicas por las que nos movemos; confianza en los arquitectos que planearon nuestras casas y en aquellos que las construyeron o rehabilitaron. Y es que no nos queda otra: confiar en el buen hacer de otros profesionales, de la misma manera que nos gusta que los demás confíen en nuestro trabajo y dedicación.
En relación con los posibles efectos secundarios de las vacunas, sobre todo de AstraZeneca, no nos queda otra que seguir confiando en lo que dicen científicos y sanitarios que son los más capacitados para valorar y evaluar lo que ocurre. Hasta ahora, no se ha demostrado una relación de causa-efecto entre la inyección de la dosis y la aparición de trombos. Hasta ahora, la incidencia de trombos entre los vacunados con AstraZeneca es menor que entre la población general. Es posible que los provoquen y que en el futuro, se pueda demostrar esa relación de causalidad que los humanos inmediatamente buscamos en aquello que nos pasa. Quizás estas dudas se deban a nuestro vértigo existencial de sentirnos criaturas de la casualidad y el azar. Quizás. Hemos de ser conscientes de que nunca antes había estado la lupa sobre un virus, sus tratamientos y su vacunación como ahora. ¿Recuerdan la pandemia del Sida en los años ochenta? Nada que ver. Ese foco mediático debería procurarnos confianza y tranquilidad también, ya que provoca que la información llegue a la ciudadanía (ya sé que también produce desinformación y manipulación, que hay que separar el grano de la cizaña y que no siempre resulta fácil hacerlo) y nos garantiza que los controles sanitarios están funcionando correctamente.
Por último, y no sé si se entenderá mi último argumento: en el caso hipotético de que la vacuna de AstraZeneca provoque esos trombos, aun así, los beneficios colectivos son mucho mayores que los perjuicios. Claro está que se me podrá rebatir que nadie tiene por qué exponer su salud individual por el bien común. Es cierto, pero también lo es que los sanitarios y trabajadores esenciales (personal de supermercados, por ejemplo) de este país lo llevan haciendo desde hace más de un año. Siempre podremos recordarles que es su obligación y que cumplen con su trabajo. Bien, pues por eso me vacuno yo: por responsabilidad personal y solidaridad con mis congéneres. ¿No voy a correr un 0.000006 % de riesgo por los demás? Me vienen a la mente los japoneses que siguieron trabajando en Fukushima en 2011 después del mayor accidente nuclear desde Chernobyl, a pesar de saber que enfermarían y morirían. Luego el mío no es ningún gesto épico. Quizás deberíamos no darnos tanta importancia. Quizás.
Me vacunaron por dedicarme a una profesión considerada esencial, antes que a muchos mayores y trabajadores que estuvieron en la calle durante el confinamiento. Cuando veo los datos de vacunación en España, que avanza mucho más lentamente de lo que nos gustaría a todos, no puedo dejar de sentirme una privilegiada. De momento, solo me queda esperar la segunda dosis que será en unas semanas y a que el resto de las personas que me rodean y me importan puedan recibir también la suya. Hasta que el mundo entero, no solo nuestros compatriotas, tengan acceso a la vacunación, no podremos decir que hemos superado el peor avatar histórico que hemos vivido en nuestro periplo existencial. ¡Salud!
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe