Walter es un estudiante de dieciséis años.
Walter es venezolano y hace pocos meses que llegó de su país para vivir en
Alcorcón. Walter es un alumno inteligente y curioso al que le gusta leer.
Walter escribe bien, muy bien, y sabe exponer sus ideas y conocimientos tanto
oralmente como por escrito. Soy su profesora y él es mi alumno. Sé poco más de
Walter y no necesito saber más.
Hace unas semanas, Walter redactó un texto
argumentativo en el que hacía una apasionada, a veces vehemente, defensa de la
idea de que no debemos ser feministas. Desde aquel día, mantenemos una disputatio sobre el asunto. Walter y yo
tuvimos ocasión de hablar acerca de nuestros puntos de vista y de
contrastarlos. Me pidió referencias bibliográficas, documentales y películas
que ilustraran el pensamiento feminista. Afirmó que le gusta tener en cuenta
todos los lados de una historia, exponerse a las ideas de pensamientos
políticos o filosóficos con los que no está de acuerdo y que estaba enormemente
interesado en conocer más este movimiento. También me dijo que tenía la
impresión de que yo (me habla de usted) sigo la misma línea de razonamiento.
Tengo que confesaros que me sentí secretamente orgullosa y complacida de que
piense eso de mí.
Walter me recomendó un documental llamado “The
Red Pill”, dirigido por la estadounidense y exfeminista, Cassie Jaye. Por mi
parte, le he sugerido dos lecturas: Todos
deberíamos ser feministas (Ed. Literatura Random House, 2015) de la
escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y Zami, una nueva forma de escribir mi nombre (Ed. Horas y Horas,
2010) que es la autobiografía de la poeta afroamericana Audre Lorde. También le
sugerí dos películas: Sufragistas
(Sarah Gavron, 2015) y Figuras ocultas
(Theodore Melfi, 2016), así como la serie de TVE, Clara Campoamor. La mujer olvidada (2011), protagonizada por Elvira
Mínguez.
Walter me dijo que
en su país esta forma de pensar no es lo común en absoluto. Debe saber que, en
mi educación emocional y reglada, en los años 80 en España, lo feminista era
visto con recelo y sospecha. Feminista era un adjetivo peyorativo. Aún hoy
escuchamos con frecuencia: ‘Yo no soy feminista ni machista, porque creo en la
igualdad’. ¿Acaso no es eso el feminismo? Es el movimiento social que pide para la
mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que
tradicionalmente han estado reservados solo para los hombres. Ni más ni menos
que eso.
Desde estas líneas
me gustaría decirle a Walter que no ha sido ningún discurso filosófico o
político lo que ha hecho que me declare feminista; lo que ha permitido aumentar
mi espíritu crítico y cambiar, poco a poco, la visión que me impuso el mundo, han
sido las circunstancias de injusticia social, propias y ajenas, que he ido
viviendo a lo largo de los años: experimentar que las mujeres tenemos que
demostrar con creces nuestra valía para acceder a un puesto de responsabilidad;
que la maternidad y la conciliación familiar es el temido techo de cristal al
que se exponen las mujeres que quieren desarrollar una carrera profesional
exitosa; que la violencia de género, física y psicológica, contra las mujeres
no tiene edad, clase social ni nivel de estudios y que muchas mujeres la han
sufrido a lo largo de los años en silencio; que las víctimas de violaciones
tienen que sufrir un sistema judicial que demasiado a menudo cuestiona su
dolor. Walter, ha sido la rebelión y la empatía (llámalo sororidad) ante las
situaciones de desigualdad y violencia contra las mujeres lo que han hecho de
mí una feminista.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Artículo publicado en el diario digital
‘Ágora Alcorcón’