Cierto que esta carta no la leerás
nunca, tampoco tengo intención de recordar todas aquellas que te escribí
durante aquellos años. Querías destruirlas porque nos hubieran comprometido si
alguien llegaba a enterarse de su existencia. Me gustaba tanto escribirte. Para
mí eran como un tesoro, una parte de ti. Hacía tiempo que no pensaba en ti,
pero hubo unos años en que tuve que hacerlo. Estoy pasando unos días en mi
casa. Recibí noticias tuyas; me enteré de lo que te había sucedido. Sentí una
extraña sensación cuando escuché tu nombre, el nombre que tantas veces había
pronunciado con deleite en aquellos años tiernos. Cuando acabé de romperlas, en
trozos muy pequeños, tenía una herida en el dedo índice. Entonces pensé que el
tiempo que tardara en curarse retendría lo que me decías en aquellos papeles.
Acabé llorando amargamente como si hubiera hecho un gran sacrificio. La herida
tan solo tardó tres días en desaparecer. Otras tardan muchos más años.
Mi madre ha muerto. La enfermedad
ha sido rápida pero fulminante y dolorosa. Todos nos hemos quedado sin habla.
No hay respuesta para la muerte. La respuesta es el silencio. Aquí, junto al
mar, no me cuesta mucho recordar. Toda mi juventud vuelve de golpe a la
memoria. No sé muy bien lo que vivo. Estoy triste, más triste de lo que
acostumbro. Con la edad nos acostumbramos a la tristeza, se convierte en una
parte de nosotros mismos. La mar. La mar que tú decías amar tanto. La mar que
comencé a mirar con unos ojos diferentes. El olor a mar y las salpicaduras de
sal llenan mis recuerdos. “¿Sabes por qué
me gusta tanto el mar? Porque es inmenso y lo guarda todo en su interior. Lo
tiene ahí el tiempo que quiere y lo vuelve a sacar a la superficie cuando le
parece.“
Llegaste en el momento más
decisivo de mi adolescencia, era una época en que estaba muy desorientada.
Contigo di el salto que me empujaba hacia la vida bajo tu mirada. Querías
enseñarme el amor, influiste en que acabara de ser una mujer. Y eso, después de
mucho tiempo me hizo pensar: saber que por ti acabé siendo como era. Yo, tan
feliz, contemplando el mundo bajo tu mirada y yo, con tanto miedo por marcarme
para siempre. Entonces no lo entendía; ahora comprendo perfectamente aquel
temor.
Durante mi primera juventud viví
sintiendo que había tenido la suerte de aprender la vida de la mejor manera:
amándote. Te gustaba escucharme. Todas mis cosas cobraban importancia delante
de ti. Yo estaba abriendo la puerta y pasando la frontera. Te resultaba muy atractivo
contemplarlo porque era como escuchar el principio de algo nuevo, ver la
transformación de una vida que comienza. Yo la sufría, para ti era un
espectáculo sublime. Te encantaba escuchar, saber lo que pasaba dentro de
alguien que estaba en pleno crecimiento y que, además, se daba cuenta de ello.
De vez en cuando me sorprendía a mí misma con una expresión o pensamiento tuyo.
Tenéis esta habilidad: la de hacernos sentir especiales.
Estos días he tenido la necesidad
de escribir. El acto de la escritura me libera un poco de esta sensación de
ahogo que experimento dentro del pecho, como si me faltara el aire. Hacía años
que no escribía, no había tenido la necesidad. Me vienen al pensamiento
aquellas noches de insomnio tan lejanas cuando pasaba horas escribiéndote. Era
un sentimiento voluptuoso el que me embriagaba mientras iba abriendo mi cuerpo
a golpe de palabras y oraciones. El bolígrafo iba averiguando y reproduciendo
en forma de lenguaje todo un mundo de impulsos nuevos y contradictorios que
rebosaban mi ser como un vaso que está a punto de desbordarse y que,
finalmente, acaba precipitándose. No sé por qué estoy escribiéndote. Había
pasado esta página hacía mucho. Será el epílogo final.
El día que te conocí todavía se
adivina claro en el desierto de mi pasado. Apareciste sin hacer ruido con tu
caminar suave; tus movimientos eran pausados. Posiblemente por eso conseguiste
estar tan cerca de mí. Entonces necesitaba aquella aparente morosidad en los
actos. La situación se presentaba un poco extraña para ti. No era muy habitual
encontrar una persona tan joven integrada en aquel ambiente. Sin embargo, te
mostraste agradable aunque tu mirada era huidiza y a tus ojos asomaba cierta
vacilación y timidez. No hablamos mucho en aquella ocasión. No me pareciste muy
feliz y tu mirada me hizo descubrir que no estabas en Valencia por voluntad
propia. Lo percibí porque yo también sufría. Entonces no intuí qué había
producido aquella insólita simbiosis. Ahora sé que el desvalimiento en que me
encontraba a aquella edad contribuyó a ello.
No tenemos mucho tiempo estos días
atendiendo a las visitas. La gente conocida va enterándose de la muerte de mi
madre; unos, acuden sorprendidos; otros, resignados por el desenlace. Y nosotros tenemos que contarles a todos lo
mismo: que ya no era de este mundo, que ha muerto cuando más iba a sufrir y que
tenemos que agradecer el poco trabajo que ha dado. Siento rabia al recitar esta
letanía. Mi madre ha muerto. Vi cómo se moría. Y sufría. La ira que sentí en el
pasado hacia su falta de cuidado se disolvió hace tiempo. Ella era otra
superviviente. Cada atardecer marcho a dar un paseo por la playa. Me gusta
escuchar el murmullo del agua y sentir el roce de las olas muriendo a mis pies.
Todo muere: nuestro gozo pero también nuestro dolor. Tú pronto también morirás.
No te añoraré. He releído todo lo que he ido anotando en estos papeles y he
sentido un poco de vergüenza. Décadas se anulan en un instante. Me parece que
me he convertido en aquello que más odiaba en mi juventud: una persona melancólica
y decadente.
Estas tardes junto al mar me hacen
rememorar nuestros paseos. No había nada que me gustara más que recorrer las
calles de Valencia con mis manos en las tuyas. Escuchaba las historias de tu
infancia e iba descubriendo tu pasado. Ibas revelándome pequeñas anécdotas que
te habían ocurrido por toda la ciudad cuando tan solo eras una criatura: la
procesión de la Virgen cada segundo domingo de mayo, los paseos dominicales con
tu padre. Y contemplaba con la tristeza de tus ojos cómo todo había cambiado.
Las tiendas y las cafeterías habían desaparecido o aparecían ruinosas; veía la
onomástica de las viejas callejuelas que tú me ibas enseñando. Así el ruido de
la gran ciudad enmudecía. Reconocía la ilusión de tu infancia feliz que tanto
envidiaba.
Parecen recuerdos felices. No
debes sufrir: la soledad tejerá un tapiz sobre nuestros cuerpos y el silencio
tendrá la última palabra entre tú y yo. Quizás cuando sea una anciana arrugada
y demente comentaré detalles inconfesables de nuestra relación que escandalizarán
a los que estén conmigo. Entonces se enterarán de lo que me hiciste y de todo
el daño que me provocaste. Tardé años en sobreponerme, sentía tu vida dentro de
mi cuerpo y me daba asco. A menudo solo sentía una parte de mí muerta. La
soledad va apoderándose de nuestro ser poco a poco. Hace tiempo, permanecer
unas horas completamente solo se convertía en algo insoportable. Mi cabeza
estaba tan llena de ruidos y de miedos que lo invadían todo. No sabían lo que
me había ocurrido, no podía ponerle el nombre que tiene. Con ayuda, paciencia y
tiempo conseguí dejar en el pasado todo aquel daño que me producía tanto pavor.
Hoy queda un silencio en mi ser, un vacío que no quiero que nada perturbe y que
difícilmente llegará a desbordarse un día. Con humildad, hoy te digo que no te
quiero.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Relato publicado en 'El conte del diumenge' de 'La veu del País Valencià'
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