Una cambra pròpia

domingo, 7 de octubre de 2018

Y CON HUMILDAD, HOY TE DIGO QUE NO TE QUIERO

Cierto que esta carta no la leerás nunca, tampoco tengo intención de recordar todas aquellas que te escribí durante aquellos años. Querías destruirlas porque nos hubieran comprometido si alguien llegaba a enterarse de su existencia. Me gustaba tanto escribirte. Para mí eran como un tesoro, una parte de ti. Hacía tiempo que no pensaba en ti, pero hubo unos años en que tuve que hacerlo. Estoy pasando unos días en mi casa. Recibí noticias tuyas; me enteré de lo que te había sucedido. Sentí una extraña sensación cuando escuché tu nombre, el nombre que tantas veces había pronunciado con deleite en aquellos años tiernos. Cuando acabé de romperlas, en trozos muy pequeños, tenía una herida en el dedo índice. Entonces pensé que el tiempo que tardara en curarse retendría lo que me decías en aquellos papeles. Acabé llorando amargamente como si hubiera hecho un gran sacrificio. La herida tan solo tardó tres días en desaparecer. Otras tardan muchos más años.

Mi madre ha muerto. La enfermedad ha sido rápida pero fulminante y dolorosa. Todos nos hemos quedado sin habla. No hay respuesta para la muerte. La respuesta es el silencio. Aquí, junto al mar, no me cuesta mucho recordar. Toda mi juventud vuelve de golpe a la memoria. No sé muy bien lo que vivo. Estoy triste, más triste de lo que acostumbro. Con la edad nos acostumbramos a la tristeza, se convierte en una parte de nosotros mismos. La mar. La mar que tú decías amar tanto. La mar que comencé a mirar con unos ojos diferentes. El olor a mar y las salpicaduras de sal llenan mis recuerdos. “¿Sabes por qué me gusta tanto el mar? Porque es inmenso y lo guarda todo en su interior. Lo tiene ahí el tiempo que quiere y lo vuelve a sacar a la superficie cuando le parece.“

Llegaste en el momento más decisivo de mi adolescencia, era una época en que estaba muy desorientada. Contigo di el salto que me empujaba hacia la vida bajo tu mirada. Querías enseñarme el amor, influiste en que acabara de ser una mujer. Y eso, después de mucho tiempo me hizo pensar: saber que por ti acabé siendo como era. Yo, tan feliz, contemplando el mundo bajo tu mirada y yo, con tanto miedo por marcarme para siempre. Entonces no lo entendía; ahora comprendo perfectamente aquel temor.

Durante mi primera juventud viví sintiendo que había tenido la suerte de aprender la vida de la mejor manera: amándote. Te gustaba escucharme. Todas mis cosas cobraban importancia delante de ti. Yo estaba abriendo la puerta y pasando la frontera. Te resultaba muy atractivo contemplarlo porque era como escuchar el principio de algo nuevo, ver la transformación de una vida que comienza. Yo la sufría, para ti era un espectáculo sublime. Te encantaba escuchar, saber lo que pasaba dentro de alguien que estaba en pleno crecimiento y que, además, se daba cuenta de ello. De vez en cuando me sorprendía a mí misma con una expresión o pensamiento tuyo. Tenéis esta habilidad: la de hacernos sentir especiales.

Estos días he tenido la necesidad de escribir. El acto de la escritura me libera un poco de esta sensación de ahogo que experimento dentro del pecho, como si me faltara el aire. Hacía años que no escribía, no había tenido la necesidad. Me vienen al pensamiento aquellas noches de insomnio tan lejanas cuando pasaba horas escribiéndote. Era un sentimiento voluptuoso el que me embriagaba mientras iba abriendo mi cuerpo a golpe de palabras y oraciones. El bolígrafo iba averiguando y reproduciendo en forma de lenguaje todo un mundo de impulsos nuevos y contradictorios que rebosaban mi ser como un vaso que está a punto de desbordarse y que, finalmente, acaba precipitándose. No sé por qué estoy escribiéndote. Había pasado esta página hacía mucho. Será el epílogo final.

El día que te conocí todavía se adivina claro en el desierto de mi pasado. Apareciste sin hacer ruido con tu caminar suave; tus movimientos eran pausados. Posiblemente por eso conseguiste estar tan cerca de mí. Entonces necesitaba aquella aparente morosidad en los actos. La situación se presentaba un poco extraña para ti. No era muy habitual encontrar una persona tan joven integrada en aquel ambiente. Sin embargo, te mostraste agradable aunque tu mirada era huidiza y a tus ojos asomaba cierta vacilación y timidez. No hablamos mucho en aquella ocasión. No me pareciste muy feliz y tu mirada me hizo descubrir que no estabas en Valencia por voluntad propia. Lo percibí porque yo también sufría. Entonces no intuí qué había producido aquella insólita simbiosis. Ahora sé que el desvalimiento en que me encontraba a aquella edad contribuyó a ello.

No tenemos mucho tiempo estos días atendiendo a las visitas. La gente conocida va enterándose de la muerte de mi madre; unos, acuden sorprendidos; otros, resignados por el desenlace. Y  nosotros tenemos que contarles a todos lo mismo: que ya no era de este mundo, que ha muerto cuando más iba a sufrir y que tenemos que agradecer el poco trabajo que ha dado. Siento rabia al recitar esta letanía. Mi madre ha muerto. Vi cómo se moría. Y sufría. La ira que sentí en el pasado hacia su falta de cuidado se disolvió hace tiempo. Ella era otra superviviente. Cada atardecer marcho a dar un paseo por la playa. Me gusta escuchar el murmullo del agua y sentir el roce de las olas muriendo a mis pies. Todo muere: nuestro gozo pero también nuestro dolor. Tú pronto también morirás. No te añoraré. He releído todo lo que he ido anotando en estos papeles y he sentido un poco de vergüenza. Décadas se anulan en un instante. Me parece que me he convertido en aquello que más odiaba en mi juventud: una persona melancólica y decadente.

Estas tardes junto al mar me hacen rememorar nuestros paseos. No había nada que me gustara más que recorrer las calles de Valencia con mis manos en las tuyas. Escuchaba las historias de tu infancia e iba descubriendo tu pasado. Ibas revelándome pequeñas anécdotas que te habían ocurrido por toda la ciudad cuando tan solo eras una criatura: la procesión de la Virgen cada segundo domingo de mayo, los paseos dominicales con tu padre. Y contemplaba con la tristeza de tus ojos cómo todo había cambiado. Las tiendas y las cafeterías habían desaparecido o aparecían ruinosas; veía la onomástica de las viejas callejuelas que tú me ibas enseñando. Así el ruido de la gran ciudad enmudecía. Reconocía la ilusión de tu infancia feliz que tanto envidiaba.


Parecen recuerdos felices. No debes sufrir: la soledad tejerá un tapiz sobre nuestros cuerpos y el silencio tendrá la última palabra entre tú y yo. Quizás cuando sea una anciana arrugada y demente comentaré detalles inconfesables de nuestra relación que escandalizarán a los que estén conmigo. Entonces se enterarán de lo que me hiciste y de todo el daño que me provocaste. Tardé años en sobreponerme, sentía tu vida dentro de mi cuerpo y me daba asco. A menudo solo sentía una parte de mí muerta. La soledad va apoderándose de nuestro ser poco a poco. Hace tiempo, permanecer unas horas completamente solo se convertía en algo insoportable. Mi cabeza estaba tan llena de ruidos y de miedos que lo invadían todo. No sabían lo que me había ocurrido, no podía ponerle el nombre que tiene. Con ayuda, paciencia y tiempo conseguí dejar en el pasado todo aquel daño que me producía tanto pavor. Hoy queda un silencio en mi ser, un vacío que no quiero que nada perturbe y que difícilmente llegará a desbordarse un día. Con humildad, hoy te digo que no te quiero.


Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Relato publicado en  'El conte del diumenge'  de  'La veu del País Valencià'







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