Hace casi una década, sentada en una terraza de la actual plaza de Rafaela Carrá en el corazón de Chueca (desconozco el nombre anterior pero lo prefiero, porque significaba que la italiana aún nos hipnotizaba con sus letras libertinas y su movimiento de cabeza), una amiga me habló de la serie Los Soprano animándome a verla. Lo hizo al comentarle algún avatar de mi terapia. Recuerdo también que era un otoño espléndido, no tanto como el de este año que parece más bien primaveral.
Los Soprano quedaron en la retaguardia de las “cosas pendientes que hacer” hasta que la pasada primavera el cofre del tesoro con la serie entera en DVD (Sí, soy una antigua. ¿Qué queréis que os diga?) llegó a mis manos procedente de la casa de unos vecinos-amigos (también los hay). Y así empezamos a sumergirnos en el mundo de Tony Soprano (James Gandolfini), un mafioso de New Jersey que acude a terapia, porque sufre ataques de pánico. La vida de Tony Soprano es compleja: tiene que conjugar los quehaceres domésticos y familiares con su trabajo de capo del crimen organizado.
¿Cómo sería la trilogía de El padrino convertida en serie de televisión en el siglo XXI? Algo más de veinte años después de su estreno, Los Soprano es ya un clásico de las series, incluso antigua para los bachilleres de hoy en día. Se estrenó en los estertores del siglo XX y se nutre de los mejores recursos de la literatura y del cine. La historia que va desarrollando a lo largo de sus ochenta y siete capítulos es de una narrativa brillante y se fundamenta en la caracterización magistral de los personajes, muy propia de la novela decimonónica. Porque Tony Soprano puede ser despiadado, violento, racista, xenófobo, homófobo, infiel, pero también sensible, animalista, vulnerable, empático y un padre preocupado. Habrá quien opine que no se puede ser todo eso, pero el mérito del relato de Los Soprano está en su capacidad para bucear en las contradicciones del ser humano que es capaz de lo mejor y de lo peor, y hacerlo convincente. Los guionistas lo consiguen con una destreza galdosiana digna de mérito, hasta el punto de que a veces te gustaría ser un capo de la mafia y solucionar los problemas a su manera. Así, lo audiovisual (planos de cámara, iluminación, escenarios y música) está también al servicio de la construcción de un relato completo.
Los problemas y los asesinatos se van sucediendo a lo largo de las temporadas, haciéndonos transitar del amor al odio a unos personajes, salidos de la imaginación de David Chase, que viven en constante conflicto y paradoja. Porque las relaciones entre ellos van del interés por el dinero a la lealtad familiar, incluso entre mafiosos. La traición es una situación límite que viven con demasiada frecuencia y que amenaza su equilibrio mental. Por encima de los hijos de Tony Soprano, Meadow (Jamie-Lynn Sigler) y Anthony Junior (Robert Iler); de su familia biológica, su madre Livia (Nancy Marchand), su hermana Janice (Aida Turturro) o su tío Corrado Junior (Dominic Chianese); más allá de la familia de la cosa nostra, Christopher Moltisanti (Michael Imperioli), Adriana La Cerva (Drea de Matteo), Tony Blundeto (Steve Buscemi), Silvio Dante (Steven Van Zandt), Paulie Gualtieri (Tony Sirico), Bobby “Baccala” (Steve Schirripa), Ralph Cifaretto (Joe Pantoliano), Big Pussy (Vincent Pastore) o Vito Spatafore (Joseph R. Gannascoli), entre otros, encontramos los dos personajes femeninos que más influyen en el protagonista Tony Soprano: su psiquiatra, la doctora Jennifer Melfi (Lorraine Bracco) y su mujer, Carmela Soprano (Edie Falco). Las dos únicas capaces de darle un no por respuesta en un juego implacable de poder.
Una vez te endosas el traje de buzo y te adentras en las aguas, a veces turbias, de Los Soprano, es imposible no desear llegar al final, escudriñar las circunstancias, a menudo extremas, con las que tiene que lidiar cada uno. Es una droga que engancha, como la adicción de Moltisanti y de la que te libras solo a medias cuando llegas al último capítulo, “Hecho en América”, y contemplas un final inesperado, narrativa y cinematográficamente sobresaliente. Entonces resuenan en tu mente las palabras de Michael Corleone: “I believe in America”. ¿Qué puedes hacer después de que estos personajes te abandonen y dejen tus tardes de domingo vacías? Planear matar a los vecinos que te prestaron la serie mientras suena en tu cabeza la melodía de la cabecera. Caput. Finito.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Qué gran final el de tu artículo; si no ya para tus vecinos, sí para tus lectores.
ResponderEliminarSolo ha intentado estar a la altura del final de la serie...
EliminarO puedes empezar a ver la serie The Wire, ambientada en la ciudad de Baltimore y que retrata el tráfico de drogas y las técnicas de escucha (de ahí el título) que ayudaron a la policía a detener a algunos criminales. Basada en hechos reales, no tiene desperdicio.
ResponderEliminarPrecisamente el mismo vecino, el que va a morir, la tiene y me la quiere prestar... Ahora mismo estamos con 'A dos metros bajo tierra'. Para saber qué hacer con los cuerpos después de asesinarlos... ;-)
EliminarPues fíjate que tras leerte dan ganas de ver la serie... Gracias por compartir.
ResponderEliminarTe la recomiendo, Hipólito. Es ya un clásico de las series.
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