La cabeza del dragón, un obra marginal de Valle-Inclán, fue la primera obra que leí del genio gallego. Hace ya más de tres décadas –rondaban los ochenta– y apenas hacía unos meses que había llegado al BUP. La encargada de iluminar aquella farsa infantil en nuestras mentes adolescentes fue una de las profesoras que me enseñó a amar la literatura con solo escucharla. Fue la misma trabajadora de las letras que, años después, me acompañó en mi primera lectura de Luces de bohemia. Un puñado de lustros después me reencuentro con esta obra en el Teatro María Guerrero de Madrid, de la mano de la directora Lucía Miranda (Valladolid, 1982) que ha llevado a cabo una puesta en escena valiente y canalla. Así me ha devuelto aquel brillo adolescente en la mirada al descubrir algo genuino y nuevo.
La cuarta pared cae y el teatro se convierte en un tablado de marionetas gigantes para educación de príncipes. Lo que aún no sabemos cuando entramos, nos encontramos con don Ramón sentado en la platea y ocupamos nuestras asientos es que los príncipes somos nosotros. Porque Miranda invoca nuestra mirada infantil. Valle escribió esta obra para participar en el proyecto de “Teatro para niños” de Jacinto Benavente. Lo hizo porque estaba convencido de que ahí se encontraba la renovación del teatro español. Sin embargo, la obra no fue bien acogida por la crítica porque la consideraron inadecuada para los más jóvenes. Y es que razón no les faltaba. Como muy bien nos advierte su directora, en la farsa “reside un impulso punky de destrucción de los mundos tradicionales, de acabar con la norma establecida”. Esta afirmación puede resultar incomprensible si se tiene en cuenta que nos encontramos con la historia de un joven Príncipe Verdemar que se rebela ante el designio heredado, liberando a una duende encerrado por su padre, y que comienza un viaje para encontrarse a sí mismo. Su misión consistirá en librar a la princesa de ser devorada por el dragón. A simple vista no es más que un cuento de hadas para niños. Pero, ¿qué sucede si tenemos en cuenta las palabras de Valle en La lámpara maravillosa?
“Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño, quien sabe del pasado, sabe del porvenir”. Lo que acontece entonces es que uno de nuestros deseos se hace realidad de la mano de la genia Miranda. Nos miramos en el espejo valle-inclanesco y la caricatura crece de forma espontánea. Y es en ese instante cuando estalla la propuesta carnavalesca y festiva que nos lleva a preguntarnos qué es la tradición, cómo debemos traer y asentar a nuestros clásicos en el mundo actual. ¿Es posible no morir en el intento de acabar con el dragón y conseguir el preciado trofeo de su cabeza? Después de noventa minutos de fiesta de colores y representación hedonista, sales del teatro con la certeza de que sí. Con un elenco de actores que no llega a los treinta y con la profunda voz en off de José Sacristán, Miranda consigue una maravillosa sátira de nuestro mundo, de la política actual, de nuestra diversidad afectivo-sexual de la mano de uno de los clásicos noventayochistas. Lo hace con desenfado, con humor y con mucha música. Que no falte el canto y el baile. Y si es necesario invocamos a la más grande. Valle estaría contento, porque “los bufones somos buenos para la gente holgazana”. Y ya saben cuál es la función del bufón en las obras shakesperianas: revelarnos la verdad de nuestra vida y de nuestra levedad. ¿Qué podemos hacer mientras tanto? Reírnos y pasarlo bien.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Qué de recuerdos me has traído. He representado dos veces La cabeza del dragón con mis alumnos y creo que es de los mejores recuerdos que me llevaré de mi paso por las aulas. Qué divertida y lírica, casi como tú, Begoña.
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