Los acontecimientos se desbordan en
Cataluña. La sensación de estar en una montaña rusa política produce vértigo. Los
sentimientos de angustia, alivio, temor e ilusión se suceden en el mundo
emocional de los catalanes y de los que nos sentimos parte de este pequeño
territorio de Europa. Los ecos berlanguianos adquieren tintes dramáticos cuando
se golpea a personas que pretenden ejercer su derecho al voto o se encarcela a
cargos públicos elegidos democráticamente por el pueblo. Los políticos,
encargados de trabajar por el bienestar de la población, incendian el panorama
político. Algunos se comportan como auténticos pirómanos. En los momentos en
que la situación parece reconducirse hacia la negociación, el cainismo ibérico aflora
y acaba imponiéndose. En el pulso entre España y Cataluña nadie cede, nadie
reconoce errores. España es más poderosa e impone su ley que el gobierno
presidido por Rajoy interpreta de la manera más dura. Unos cuantos quisiéramos
ese mismo rigor legislativo y ejecutivo en otras cuestiones. Europa, con su
habitual desidia, mira hacia otro lado.
Al final del carrusel, se impone la idea
de que vivimos en una estado de derecho con una calidad democrática baja, deficiente.
Gana la decepción y el desconcierto. Impera la ley del más fuerte que domina
los mecanismos legales y judiciales. La separación de poderes se convierte en
una farsa mal interpretada. Judicializar un problema político no mejora la
situación en nada, la empeora porque eleva el tono de crispación e indignación
y polariza las posiciones. El desapego de una parte importante de los catalanes
llega a un punto de no retorno.
Quien piense que el problema político
catalán se resolverá a base de golpes de decretos-ley en la mesa se equivoca. Tampoco
quedará resuelta la noche del 21-D. Una alta participación ciudadana en la
elecciones del 21-D es necesaria, casi imprescindible, para que la realidad
política del país quede retratada. Pero quien opine que, tras las elecciones
catalanas, el conflicto se resolverá solo yerra rotundamente. La voz de los
ciudadanos debe ser escuchada –debería haber sido convocada a un referéndum
pactado hace mucho–, pero independentistas y constitucionalistas deberán
sentarse a la mesa y dialogar, sin demonizar al oponente político. Los
resultados que arrojen las urnas deben ser asumidos y respetados por ambas partes.
Es inquietante que una de ellas ya haya manifestado cuáles son sus intenciones
si el resultado no le satisface. Resulta paradójico que un Estado, con
gobiernos de distinto signo ideológico, se haya sentado a negociar con una
banda terrorista en varias ocasiones y se niegue a hacerlo con políticos
independentistas. Sin diálogo, acuerdo y urnas no habrá una salida digna al
conflicto, una solución duradera y democrática que no busque la humillación de
la parte más débil.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Artículo publicado en el periódico 'Agora Alcorcón'
Begoña, no podías haber expresado más clara y rotundamente la opinión de casi todos nosotros. Gracias
ResponderEliminar¡Gracias a ti, Víctor!
EliminarBo, xiqueta.
ResponderEliminarMoltes gràcies, Wonder Woman!
EliminarMuy bien expresado Begoña. Hay que escuchar al pueblo. Pero lo que ha pasado refleja el país que tenemos. En Escocia se hizo y no se montó todo el drama y esta situación tan vergonzosa que hemos tenido que vivir. Espero que ese acuerdo llegue de una forma civilizada. Antonio Herrera compañero de tren.
ResponderEliminarGracias, Antonio. Aún nos queda para ser una democracia madura y consolidada... ¡Cómo nos cuesta aceptar a aquellos que piensan de manera distinta a nosotros...!
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