Ya te digo yo que este aparato estupendo
cura un sinfín de enfermedades crónicas. Ha acabado con la más larga que he
sufrido a lo largo de mis días de casada. Ahora lo sé ciertamente; antes solo
lo intuía… El caso es que Pedro se encuentra mejor del reuma y la faja
eléctrica alivia sus ataques de gota que, aunque no han desaparecido, han
remitido en el último año. Eso es innegable. También lo es que me importa menos
y empiezo a ver la vida de otro color. Espero que nadie se sienta escandalizado
por esto que acabo de decir, pues ciertamente no he dejado de ser la solícita y
abnegada esposa para lo que fui educada.
Aún recuerdo el día que llegó con ella. Con
la faja eléctrica, quiero decir, no vayan ustedes a pensar mal, que en esta
casa somos gente muy decente… Que si era un invento eficaz contra numerosos
males, que si estaba causando furor en gabinetes electro-terapéuticos de Madrid
y Barcelona, que si por fin había llegado a Valencia, la capital del Turia… El
buen hombre puso su empeño en hacerse con uno de aquellos corsés milagrosos y
lo consiguió. Tengo que decir que es muy obstinado en aquello que quiere de
verdad. ¡Una lástima que no se haya aplicado con mayor dedicación en otros
aspectos más íntimos! Lo que no imaginaba
yo entonces era que acabaría siendo la mayor bendición matrimonial que hemos
recibido desde que salimos de la parroquia el día de nuestro enlace. ¡Que viva
la revolución científica!
Llegó entusiasmado con el artilugio metido
en la caja. Venía empaquetado de manera impecable y con una presentación refinada.
Se asemejaba más a un carísimo complemento para un elegante traje de sastre,
cortado y cosido a mano, que a una vulgar faja que propinaba pequeñas e
intermitentes descargas eléctricas. ¡Qué atrevida es la ignorancia y con qué
ligereza juzgamos lo que desconocemos! Claro que, teniendo en cuenta el precio
prohibitivo del artefacto y recordando las restricciones presupuestarias a las
que me sometía este pedrusco que tengo por marido, recibí en mi morada aquella
máquina con el mayor de los recelos. Robar es pecado; ya nos lo dice el séptimo
mandamiento de la ley de Dios. Y a mí a católica, apostólica y romana no me
gana nadie. Pero cuando a quien robas es a tu Adán porque no te da lo suficiente
para tapar las cinco bocas que nos sentamos a la mesa, te conviertes en una
costilla pragmática y eficaz. Lo más gracioso de todo es que el muy tonto
presume de cómo su ángel del hogar aprovecha los escasos recursos económicos
que le proporciona…
Tengo que reconocer que mis inicios con el
nuevo armatoste no fueron nada esperanzadores. Pedro tardó unos cuatro meses en
empezar a notar los efectos benefactores de aquel invento revolucionario,
mientras que yo advertí las consecuencias, de manera casi inmediata, en el
recibo del suministro eléctrico que me traía el hombre de la compañía. Parece
que este mes se han dejado ustedes alguna luz prendida alumbrando a los ratones,
me espetó con sorna cuando observó el incremento de la cifra y mi rostro de sorpresa
y desconcierto. Con firmeza y educación le respondí que si iluminábamos a
roedores, a felinos o a cualquier criatura del Señor era asunto nuestro; que
para eso soy hija de mi madre y aprendí de ella esa determinación.
El primer cambio positivo que trajo a mi
hogar cristiano este invento singular fue la mejora del peculio semanal que
recibía para la manutención de la familia. No obstante, en los días en que los
dolores corporales del cabeza de familia empezaron a remitir se apreció como
bien invertido aquel capital. Tanto fue así que mi Pedro, haciendo honor a su
nombre, no se dio cuenta tampoco de que el consumo eléctrico y el coste de la
factura seguían incrementándose. Fue entonces cuando mi vida matrimonial se
transformó para siempre. Despertada mi curiosidad por la mejoría notable del
estado general de mi media naranja –¡una pena no haber hecho zumo!–, me decidí
a probarla en una de las tediosas horas de soledad que las amas de casa tenemos
y de las que yo ahora tanto gozo.
Mis problemas de lumbalgia remitieron de
manera inmediata y las molestias que sufría en la espalda desaparecieron en
apenas cuatro semanas. Sin embargo, continuaba ocupándome de los quehaceres
domésticos con el mismo ímpetu y dedicación. Me colocaba la faja alrededor del
tronco por encima de la ropa interior para que no se notara el uso clandestino
que hacía del aparato. Lo hacía en el cuarto de aseo, para no ser sorprendida,
en el caso de que alguien llegara a casa a una hora inhabitual. Con sesiones
cortas de escasos minutos noté una mejora considerable de mi condición física.
La revolución empezó aquella mañana que
estaba estirando las sábanas del lecho matrimonial. Pedro no había guardado en
su caja aquella máquina prodigiosa que había quedado posada sobre la consola junto
al armario. Cerré las ventanas convenientemente para no atraer ni miradas ni
oídos indiscretos y me volví a quedar en paños menores. Era temprano, apenas
hacía media hora que todos habían salido de casa hacia sus ocupaciones diurnas,
me sentí liberada de horarios y obligaciones familiares. Acoplé la faja
eléctrica en el enchufe situado en mi lado de la cama y la coloqué alrededor de
la cintura, su posición acostumbrada. Pero no la abroché. Empecé a notar las
pequeñas descargas benéficas que el aparato proporcionaba. Eran como pellizcos
suaves sobre la piel. A continuación me desprendí de la camiseta interior. No
sentí nada de frío porque la temperatura de mi cuerpo aumentaba con cada
embestida de la corriente. Me tumbé en la cama, cerré los ojos y me dejé llevar
por la cálida sensación de bienestar. Poco a poco los calambres se fueron
desplazando hacia la parte posterior de mi espalda, llegando hasta el final de
mi columna. La impresión de incandescencia crecía a un ritmo constante. La
banda se había situado sobre mi pubis que empezó a sentir las sacudidas cortas,
intermitentes, ardientes, dolorosas pero deleitosas, que proporcionaba aquel utensilio
celestial. No podía detener el deseo de continuar aquella escalada de placer
que nunca antes había sospechado. Temía que las palpitaciones trepidantes de mi
corazón desbocado que sentía en el pecho y entre los muslos me provocaran un
fallo cardíaco, pero era imposible parar aquella ascensión al monte Tabor de
los sentidos. El aumento del ritmo de las pulsaciones y de la sensación de
fruición me llevó al borde de un abismo por el que temí y deseé despeñarme. La consumación
de la transfiguración carnal desbordó una enloquecida plenitud de placer entre
mis piernas que se extendió por todas las terminaciones nerviosas de mi piel.
Aquella convulsión descontrolada, atroz, salvaje me asustó y me atrajo
irremediablemente hacia sí. Me sentí poderosa, dueña de mi cuerpo y de mi sexo.
¡Que viva la revolución científica!
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Relato publicado en 101 relatos de la publicidad antigua (Valencia en la memoria)
Vinatea Editorial, 2018
Hahaha! És boníssim, aquest relat. Molt ben desenvolupat i amb un sentit de l’humor que m’encanta. Gràcies!
ResponderEliminarM'alegre molt que t'haja agradat. També em vaig divertir escrivint-lo! Gràcies!
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