domingo, 5 de julio de 2020

EL SEÑOR JUAN NADIE

El señor Juan Nadie trabaja en un supermercado de uno de los barrios cercano al centro. El señor Juan Nadie todos los días se desplaza desde su casa en una localidad en el cinturón metropolitano de la ciudad en transporte público. El señor Juan Nadie tiene un nombre, pero yo no lo sé. Se lo podía haber preguntado pero nunca nos hemos atrevido a darnos nuestra identidad. Por supuesto, no somos amigos ni conocidos. Bien, conocidos sí pero solo de forma parcial. Nuestra complicidad es sencillamente humana. Nos tratamos desde hace tiempo, conocemos nuestros rostros y de vez en cuando intercambiamos algunas frases para decirle lo que quiero que me sirva: jamón, queso manchego, queso fresco… El señor Juan Nadie se encarga de la charcutería y es el responsable de que todo esté a punto en el escaparate. Te pregunta qué cantidad necesitas y te atiende con diligencia y amabilidad, sin tomarse libertades ni familiaridades innecesarias. El señor Juan Nadie debe de llevar muchos años haciendo este trabajo porque lo hace bien. Cuando no hay clientes a los que servir, el señor Juan Nadie se dedica a rellenar las estanterías vacías y a preparar envases de jamón al vacío que los compradores con más prisas prefieren.

Desde hace unas semanas ya no le veo la cara al señor Juan Nadie. La lleva cubierta con una mascarilla. Coloca encima las gafas para que su aliento no le empañe los cristales. Sobre la cabeza, le tapan parcialmente las canas un sombrero corporativo que ya formaba parte de su indumentaria cotidiana. El señor Juan Nadie debe de tener más de cincuenta años –cada vez calculo peor la edad– pero supongo que sueña ya con el día que pueda jubilarse después de más de cuarenta años de cotización laboral. De todo esto no sé nada, porque el señor Juan Nadie es discreto y no habla más de la cuenta nunca. Alguna vez he escuchado al señor Juan Nadie bromeando con algún compañero de trabajo mientras comparten alguna tarea. El señor Juan Nadie es un señor que pasa desapercibido entre todos los señores, porque es un señor corriente, un señor Juan Nadie más entre todos los señores Juan Nadie que hay en el mundo.

Un viernes al mediodía el señor Juan Nadie me servía con su celeridad habitual. Pero aquel día ocurrió algo diferente al resto de días que me había cortado jamón. Recibí un mensaje en el móvil que me anunciaba el deceso de la madre de una persona conocida. No sabía la causa de la muerte, pero las circunstancias me hicieron pensar en la enfermedad. El señor Juan Nadie lo percibió en mi expresión. Me miró a los ojos y me hizo saber que sabía lo que pasaba. Y lo sabía muy bien porque el señor Juan Nadie había enterrado a su madre ocho días antes. Me lo comunicó con una oración concreta, directa y dura. Su madre había muerto dos semanas antes; eso quería decir que había tenido que esperar más de una semana para poderle decir adiós. El señor Juan Nadie empezó a desgranar un puñado de acontecimientos tristísimos. El señor Juan Nadie me golpeaba con las palabras pero no lo hacía a propósito. No era su intención. Solo necesitaba poner en palabras lo que había ocurrido. Quizás lo hacía para creerse lo que había pasado. Su relato, como su mirada, zigzagueaba entre la alucinación y la pena. Pudieron asistir al sepelio solo los tres hijos de la finada y el sacerdote. Llegaron al nicho, el capellán pronunció un breve responso e introdujeron el féretro en el interior. Tenía la forma de una procesionaria del pino una fila de seis ataúdes más. El señor Juan Nadie no tuvo noticia de dónde estaba el cuerpo de su madre hasta días después del traspaso y lo tuvo que preguntar unas cuantas veces. Sus palabras era tan frías como aquello que contaba, como el cuerpo de su madre en una cámara frigorífica. El señor Juan Nadie me dejó con un nudo en el estómago y sin posibilidad de réplica. Me dijo el nombre de su madre y los años que tenía. Pueden sacar en la televisión personas mayores que se curan pero son solo la excepción anecdótica de una tragedia silenciosa, sentenció con la mirada perdida. El señor Juan Nadie me contó también que su padre vivía en una residencia de mayores, que llamaba por teléfono cada día para preguntar y que le decían que todo estaba bien. Siempre ha habido problemas en esa residencia. No me creo nada, añadió para acabar.  

El señor Juan Nadie ha ido a trabajar cada día en medio de esta tragedia personal y colectiva. No ha dejado de cumplir con su obligación cada día, porque el señor Juan Nadie no sabe hacer otra cosa que hacer lo que tiene que hacer. El señor Juan Nadie debe de tener una pena muy grande en su interior, pero la mascarilla, el gorro y las gafas le sirven de pantalla de protección de los ojos de los demás. No sé muy bien aún por qué me contó todo aquello el señor Juan Nadie, aquel hombre tan discreto y trabajador del supermercado del barrio cercano al centro.

Esta tarde he vuelto al supermercado. Es la primera vez que me atrevo a ir después del mediodía. Me ha sorprendido que no he tenido que hacer la siniestra cola en el exterior y he podido acceder directamente al establecimiento. He abierto mi carrito de la compra y he ido colocando los productos que llevaba anotados en un papelito que tenía en el bolsillo. He paseado en procesión por los pasillos del supermercado hasta llegar a la vitrina frigorífica de los quesos y los embutidos. He vuelto a coincidir con el señor Juan Nadie que estaba detrás del mostrador ocupado en otros quehaceres. Nos hemos saludado y le he hecho el pedido pertinente. He empezado la conversación diciéndole que me llamaba la atención que hubiera tan poca gente. ¿Tú sabes los dos meses que llevamos?, me ha contestado con un poco de relajación. Cuando tenía el cuchillo en la mano para cortar la pieza de queso le he preguntado por su padre. Me ha mirado un segundo sorprendido por la pregunta. Murió hace diez días, ha sido su respuesta escueta. Ha bajado los ojos y ha clavado el cuchillo con un corte decidido. Entonces un torrente de palabras se ha desbordado de los labios silenciosos del señor Juan Nadie. Me ha contado que la madre y el padre se han ido en un intervalo de veintiún días, que la residencia donde estaba su padre es una de las que se encuentran intervenidas por el juzgado, que por primera vez los han llamado hace dos días personal de la residencia para preguntarles cómo estaban. El señor Juan Nadie ha subido la mirada con un poco de enojo. Les he dicho que todo el papeleo está en posesión de la juez, que no hay nada más de qué hablar. El señor Juan Nadie ha comenzado a explicarme en qué condiciones se encontraba su padre internado. Me informa de los intereses económicos que un señor del fútbol con mucho dinero, metido también en el negocio del ladrillo, tiene en las residencias subvencionadas por el gobierno autonómico. Y me dice cuántos euros se mete en el bolsillo cada día por cada viejo. Echas cuentas y resulta un buen negocio. Me comenta que su cuñada es médico, que trabaja en uno de los grandes hospitales públicos de la ciudad, está agotada y decepcionada, que todos sus compañeros lo están. Cuando todo esto acabe, comenzarán a caer, ha sentenciado. Ha hecho jornadas de veinticuatro horas y está harta de ver comportamientos incívicos en la gente. La cuñada del señor Juan Nadie ya solo trabaja sus ocho horas, porque no entiende los aplausos del atardecer y la falta de consideración social. Me deja claro que los sanitarios no pueden más y que no soportarán otro rebrote de la enfermedad como el vivido. El señor Juan Nadie dice todo esto con cansancio. Va dejando caer las palabras como piedras que quedan al borde del camino. El señor Juan Nadie me da las gracias, se ajusta la mascarilla y se calla.

Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Imagen de Quique García (EFE)


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