El
señor Juan Nadie trabaja en un supermercado de uno de los barrios cercano al centro.
El señor Juan Nadie todos los días se desplaza desde su casa en una localidad
en el cinturón metropolitano de la ciudad en transporte público. El señor Juan
Nadie tiene un nombre, pero yo no lo sé. Se lo podía haber preguntado pero
nunca nos hemos atrevido a darnos nuestra identidad. Por supuesto, no somos
amigos ni conocidos. Bien, conocidos sí pero solo de forma parcial. Nuestra
complicidad es sencillamente humana. Nos tratamos desde hace tiempo, conocemos
nuestros rostros y de vez en cuando intercambiamos algunas frases para decirle
lo que quiero que me sirva: jamón, queso manchego, queso fresco… El señor Juan
Nadie se encarga de la charcutería y es el responsable de que todo esté a punto
en el escaparate. Te pregunta qué cantidad necesitas y te atiende con
diligencia y amabilidad, sin tomarse libertades ni familiaridades innecesarias.
El señor Juan Nadie debe de llevar muchos años haciendo este trabajo porque lo
hace bien. Cuando no hay clientes a los que servir, el señor Juan Nadie se
dedica a rellenar las estanterías vacías y a preparar envases de jamón al vacío
que los compradores con más prisas prefieren.
Desde
hace unas semanas ya no le veo la cara al señor Juan Nadie. La lleva cubierta
con una mascarilla. Coloca encima las gafas para que su aliento no le empañe
los cristales. Sobre la cabeza, le tapan parcialmente las canas un sombrero
corporativo que ya formaba parte de su indumentaria cotidiana. El señor Juan
Nadie debe de tener más de cincuenta años –cada vez calculo peor la edad– pero
supongo que sueña ya con el día que pueda jubilarse después de más de cuarenta
años de cotización laboral. De todo esto no sé nada, porque el señor Juan Nadie
es discreto y no habla más de la cuenta nunca. Alguna vez he escuchado al señor
Juan Nadie bromeando con algún compañero de trabajo mientras comparten alguna
tarea. El señor Juan Nadie es un señor que pasa desapercibido entre todos los
señores, porque es un señor corriente, un señor Juan Nadie más entre todos los
señores Juan Nadie que hay en el mundo.
Un
viernes al mediodía el señor Juan Nadie me servía con su celeridad habitual.
Pero aquel día ocurrió algo diferente al resto de días que me había cortado
jamón. Recibí un mensaje en el móvil que me anunciaba el deceso de la madre de
una persona conocida. No sabía la causa de la muerte, pero las circunstancias
me hicieron pensar en la enfermedad. El señor Juan Nadie lo percibió en mi
expresión. Me miró a los ojos y me hizo saber que sabía lo que pasaba. Y lo
sabía muy bien porque el señor Juan Nadie había enterrado a su madre ocho días
antes. Me lo comunicó con una oración concreta, directa y dura. Su madre había
muerto dos semanas antes; eso quería decir que había tenido que esperar más de
una semana para poderle decir adiós. El señor Juan Nadie empezó a desgranar un
puñado de acontecimientos tristísimos. El señor Juan Nadie me golpeaba con las
palabras pero no lo hacía a propósito. No era su intención. Solo necesitaba
poner en palabras lo que había ocurrido. Quizás lo hacía para creerse lo que
había pasado. Su relato, como su mirada, zigzagueaba entre la alucinación y la
pena. Pudieron asistir al sepelio solo los tres hijos de la finada y el
sacerdote. Llegaron al nicho, el capellán pronunció un breve responso e
introdujeron el féretro en el interior. Tenía la forma de una procesionaria del
pino una fila de seis ataúdes más. El señor Juan Nadie no tuvo noticia de dónde
estaba el cuerpo de su madre hasta días después del traspaso y lo tuvo que
preguntar unas cuantas veces. Sus palabras era tan frías como aquello que
contaba, como el cuerpo de su madre en una cámara frigorífica. El señor Juan
Nadie me dejó con un nudo en el estómago y sin posibilidad de réplica. Me dijo
el nombre de su madre y los años que tenía. Pueden sacar en la televisión
personas mayores que se curan pero son solo la excepción anecdótica de una
tragedia silenciosa, sentenció con la mirada perdida. El señor Juan Nadie me
contó también que su padre vivía en una residencia de mayores, que llamaba por
teléfono cada día para preguntar y que le decían que todo estaba bien. Siempre
ha habido problemas en esa residencia. No me creo nada, añadió para acabar.
El
señor Juan Nadie ha ido a trabajar cada día en medio de esta tragedia personal
y colectiva. No ha dejado de cumplir con su obligación cada día, porque el
señor Juan Nadie no sabe hacer otra cosa que hacer lo que tiene que hacer. El
señor Juan Nadie debe de tener una pena muy grande en su interior, pero la
mascarilla, el gorro y las gafas le sirven de pantalla de protección de los
ojos de los demás. No sé muy bien aún por qué me contó todo aquello el señor
Juan Nadie, aquel hombre tan discreto y trabajador del supermercado del barrio
cercano al centro.
Esta
tarde he vuelto al supermercado. Es la primera vez que me atrevo a ir después
del mediodía. Me ha sorprendido que no he tenido que hacer la siniestra cola en
el exterior y he podido acceder directamente al establecimiento. He abierto mi carrito
de la compra y he ido colocando los productos que llevaba anotados en un
papelito que tenía en el bolsillo. He paseado en procesión por los pasillos del
supermercado hasta llegar a la vitrina frigorífica de los quesos y los
embutidos. He vuelto a coincidir con el señor Juan Nadie que estaba detrás del
mostrador ocupado en otros quehaceres. Nos hemos saludado y le he hecho el
pedido pertinente. He empezado la conversación diciéndole que me llamaba la
atención que hubiera tan poca gente. ¿Tú sabes los dos meses que llevamos?, me
ha contestado con un poco de relajación. Cuando tenía el cuchillo en la mano
para cortar la pieza de queso le he preguntado por su padre. Me ha mirado un
segundo sorprendido por la pregunta. Murió hace diez días, ha sido su respuesta
escueta. Ha bajado los ojos y ha clavado el cuchillo con un corte decidido.
Entonces un torrente de palabras se ha desbordado de los labios silenciosos del
señor Juan Nadie. Me ha contado que la madre y el padre se han ido en un
intervalo de veintiún días, que la residencia donde estaba su padre es una de
las que se encuentran intervenidas por el juzgado, que por primera vez los han
llamado hace dos días personal de la residencia para preguntarles cómo estaban.
El señor Juan Nadie ha subido la mirada con un poco de enojo. Les he dicho que
todo el papeleo está en posesión de la juez, que no hay nada más de qué hablar.
El señor Juan Nadie ha comenzado a explicarme en qué condiciones se encontraba
su padre internado. Me informa de los intereses económicos que un señor del
fútbol con mucho dinero, metido también en el negocio del ladrillo, tiene en
las residencias subvencionadas por el gobierno autonómico. Y me dice cuántos
euros se mete en el bolsillo cada día por cada viejo. Echas cuentas y resulta
un buen negocio. Me comenta que su cuñada es médico, que trabaja en uno de los
grandes hospitales públicos de la ciudad, está agotada y decepcionada, que
todos sus compañeros lo están. Cuando todo esto acabe, comenzarán a caer, ha
sentenciado. Ha hecho jornadas de veinticuatro horas y está harta de ver
comportamientos incívicos en la gente. La cuñada del señor Juan Nadie ya solo
trabaja sus ocho horas, porque no entiende los aplausos del atardecer y la
falta de consideración social. Me deja claro que los sanitarios no pueden más y
que no soportarán otro rebrote de la enfermedad como el vivido. El señor Juan
Nadie dice todo esto con cansancio. Va dejando caer las palabras como piedras
que quedan al borde del camino. El señor Juan Nadie me da las gracias, se
ajusta la mascarilla y se calla.
Begoña
Chorques Fuster
Profesora que
escribe
Imagen de
Quique García (EFE)
Magnífico, triste, actual, real....
ResponderEliminarGracias!!!
Demasiado real, Víctor. Gracias a ti.
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