Nuevo
poemario de Begoña Chorques Fuster, con una referencia inicial a Calderón de la
Barca: “Mas sea verdad o sueño, / obrar
bien es lo que importa”. Con otra referencia permanente a Xàtiva, que me ha
recordado aquel primer retrato biográfico de Raimon Pelegero, el cantautor, del
sabio, y también poeta, Joan Fuster, de 1964. Y sin movernos del País
Valenciano, tanto por el título de Begoña como por una serie de mensajes
poéticos, más o menos explícitos, me han llevado a releer aquel Cancionero y romancero de ausencias de
Miguel Hernández, de 1941, un año antes de su muerte, donde leemos:
Tierra.
La despedida
siempre
es una agonía.
Ayer
nos despedimos.
Hoy
agonizamos.
Tierra
en medio.
Hoy
morimos.
El
poemario de Chorques Fuster –en catalán y, cotejada, en versión castellana–
surge de una muerte en la familia; la muerte de la abuela amada que remueve
–¡ay, esas cosas del subconsciente!– instantes de toda una vida, en la que fue
una niña y ahora es una mujer joven que se añora. Como ya nos decía San Agustín,
y lo decía cuando todavía no trajinaba por los senderos estrechos de la
pretendida santidad, sin memoria no hay esperanza. Porque sin el ayer, el hoy
no tiene sentido. Sin el ayer bien digerido, nunca trataríamos de construir un
futuro coherente. Ni como personas ni como colectividad. Además, en este
poemario encontramos todos los tonos y todas las modulaciones de esta añoranza.
La mayoría, tiernas, dóciles, agradecidas, con gramos de dolor, con mucha
nostalgia. ¡Y es tan legítima la nostalgia!
Sin
querer interferir en la lectura del poemario –leer poesía es uno de los pocos
actos que todavía nos recuerdan que creemos en la palabra y en las personas de
palabra, que hacen de ellas un uso limpio– hago un listado, fuera de contexto,
de una serie de versos que he ido anotando cuando releía el original que la
autora tuvo la gentileza de pasarme:
“Cerraste la puerta con suavidad / yo quedé al otro
lado”
El yayo Vicente “llora como un niño pequeño / lo que
no ha cuidado vivo”
“La vida no tiene piedad de nadie” con un verso final: “me sé
amada por el hecho de ser”
“Ya hace casi cuarenta años / que mi cadáver se
pudre / en un gemido sordo de miedo”
“que yo no quiero ser madre, / yo solo quiero ser abuela”
En
‘Fraggle rock’, un desfile de situaciones de niñas y niños suicidas, frágiles,
deprimidos, poetas, terroristas, de arcilla y barro, la ágil bambina ‘que habla en inglés / con deje americano” hasta el niño de
cabellos de seda natural y trigo, y hasta ‘la
niña cíngara / que ya sabe lo que es / una herida de verdad, / un triste adiós
para siempre / que nos hace del todo conscientes / de lo que somos y seremos’.
En
‘Entornos’, este verso final: ‘Tu regazo es el país de donde yo vengo’.
‘Los libros y las palabras me vuelven / a situar cerca de ti’.
Y
casi al final, un doble aprendizaje: el de la liturgia de cómo cocinar una
paella, símbolo y referente de toda una ‘tribu’, y
‘he descubierto el olor del aire’.
Cierro
esta ‘lata perorata’, diciendo que la lectura de este libro contagiará a la
lectora, e incluso al lector, de una sensibilidad más llena de amor y
reconocimiento hacia las mujeres mayores de nuestra vida, y de nuestro entorno.
Y, a la vez, aprenderemos a amar una lección básica:
‘la muerte nos deja este momento inédito’.
Nos lo recordaba Horacio: Pictoribus atque poetis semper fuit audendi
potestas. Lección antigua, cargada de sentido de humildad de quien sabe que
la palabra escrita también bebe del movimiento, del color, de la imagen, de la
línea y del punto en el espacio, como nos enseñaba Kandinski. En el poemario Ausencia una artista gráfica muy joven
–hace poco que ha traspasado el límite de los veinte años, que vive en Nueva
York, con padre de los EE.UU. y madre filipina, bailarina y estudiante en la
Universidad de Yale, se ha sumado a la fiesta poética de una mujer joven de
Xàtiva. Y no se trata, en ningún caso, de propuestas gráficas ajenas a los
poemas. Si supiera una pizca de psicoanálisis, diría que Luna Beller-Tadiar ha
hecho suyos los poemas y ha esbozado una serie de interpretaciones oníricas. Me
sorprenden las manos, nada estáticas, y los contrapuntos de sombra que no ceden
nunca a la tentación del negro impenetrable. O el apunte de un cuerpo en cuyo
interior la luna es aún tímida y el paisaje explica por qué la poeta ha
escrito: ‘me aferro al tabique de la
memoria’. Y las referencias al mar (¿o quizás la mar?), con horizontes. Y
el tren, tan antiguo como la añoranza, que observan, cálidamente, dos siluetas
femeninas jóvenes.
Antes
de cerrar del todo la puerta, la referencia a un poeta menorquín, Ponç Pons,
que admiro de verdad. Y es que leía, con lápiz en la mano, su poemario Camp de Bard, justo el día que había
leído por primera vez este poemario de Begoña Chorques. No puedo evitar
reproducir, como si fuera un brindis con cava brut-nature, estos versos de Ponç
Pons:
‘L’escriptura que em cus feta vers les ferides / té
el ressò d’altres veus i el color d’altres vides’.[1] Así como los versos finales del poema ‘A la poesia’: ‘Més que d’on hem nascut / som del lloc que
estimam / i, lectors agraïts / que tenim el que dam, / fem diversos un sol / gran
poema on no hi ha / més pàtria que la vida’.[2]
¡A
vuestra salud, amiga y amigo heridos por el don de la poesía!
Ignasi Riera i Gassiot
Madrid, noviembre de 2017
Traducción del prólogo de la edición de octubre de 2018 (Ed. Círculo Rojo)
[1] ‘La escritura que me cose hecha verso las heridas /
tiene el eco de otras voces y el color de otras vidas’.
[2] ‘Más que de donde hemos nacido / somos del lugar que
amamos / y, lectores agradecidos / que tenemos lo que damos, / hacemos diversos
un solo / gran poema donde no hay / más patria que la vida’.
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