sábado, 10 de noviembre de 2018

UNA PALOMA EN EL ALFÉIZAR DE LA VENTANA

Me gusta contemplar su mundo desde esta esquina. De vez en cuando los miro de reojo, algunos gesticulan con las manos, otros las posan tranquilamente sobre el vientre, algunos las colocan en la nuca. Son los que aún están seguros de su universo. Cuando empieza a resquebrajarse, acecha el miedo por las fisuras. Es un proceso más o menos lento, depende de la persona y de sus resistencias y mecanismos de defensa. Aún recuerdo cuando me sucedió a mí misma. Todas tus seguridades se escurren por la alcantarilla y te ves débil, como un pajarillo que se cae del nido. Es por eso que a tanta gente le da pánico tumbarse en el diván. No lo saben pero quieren seguir con sus miserias, esas que les hacen sentir tan mal pero a las que se encuentran tan pegados porque son su referencia.

Es una caída dolorosa, que te deja con todos los armarios interiores vacíos, descolocados, abiertos de par en par. ¿Cómo no se va a sentir pavor? En una ocasión, Laia (es un nombre ficticio, ya que he de respetar el secreto profesional) me confesó que era como si tuviera el vientre abierto en canal y sus tripas estuvieran en mis manos. Es una materia tan sensible que solo puedes sentir un poco de estupor y un gran respeto. Todos somos niños un poco desconcertados que vamos buscando cariño y nuestra propia orientación en la vida. El renacimiento es lento, con idas y venidas, pero es un proceso inexorable. Me llena de orgullo y alegría cuando salen adelante, seguros, con nuevas estructuras.

También hay días que los mandaría a paseo, sobre todo, cuando me vienen con tonterías por las que creen que se morirán. Supongo que a todos nos pasa, pero me he de contener para no levantarme y pegarles una colleja para que espabilen. ¡Qué tozudo es el ser humano tan a menudo! Depende de cómo me encuentre ese día me es más fácil lidiar con estas bobadas. No soy una máquina y también tengo jornadas mejores y otras en que lo enviaría todo a freír espárragos y me marcharía a dar una vuelta por la montaña. ¡No sé qué haría sin la naturaleza! Uno de los mejores momentos del día es cuando me levanto por la mañana y contemplo la cumbre de mi montaña desde la ventana: el pico de la Miel.

Es obvio que no quieres a todos los pacientes igual. Podría decir que es más fácil querer a aquellos con los que tienes más afinidades ideológicas, vitales o con aquellos con los que compartes aficiones, pero tampoco es verdad del todo. Un vez Laia, la paciente de quien he hablado antes, supo que me gustaba la fotografía. Me hace mucha gracia cuando sienten curiosidad por mí. Ellos no saben nada de mí y yo, poco a poco, voy sabiéndolo todo de ellos. Es una relación totalmente asimétrica. Hay alguno más intuitivo que sabe hacer diana con el dardo. En ese momento he de poner cara de póquer y hacer como que la cosa no va conmigo. A veces me parto de risa con estas situaciones. A mí me toca trabajar con la contratransferencia. Esa tarea es mía, no suya.

A los que más quiero son aquellos con los que más he sufrido, aquellos con los que he vivido más profundamente sus contradicciones y también las mías. Aquellos con los que he metido la pata en alguna situación, que no he sabido interpretar y, a pesar de todo, han decidido seguir adelante son de quienes más cerca me siento. Recuerdo una tarde que no fui capaz de ver una situación de emergencia donde hubo un riesgo vital real. Afortunadamente todo salió bien. El vínculo que quedó después de aquel proceso tan luctuoso resultó inquebrantable.  

Esto no es ninguna ciencia exacta y cada persona es diferente. Lo lamento mucho cuando no acierto la palabra pero tengo que ser consciente de mis limitaciones y aceptarlas. Somos como artesanos de las emociones que vamos dando pequeños golpes con los nudillos, haciendo toc-toc, para comprobar dónde está hueco. Donde suena es donde se tiene que trabajar. También tengo que tener en cuenta su reacción cuando abordamos el tema para ver la profundidad de la herida. A veces solo con el roce, su mundo interno se agita y debemos analizar el porqué.

Todos se enfadan conmigo. Es una reacción que ocurre tarde o temprano. Además, es algo que tiene que suceder. En algunas situaciones es la mejor manifestación que pueden tener ante los sentimientos que experimentan recordando lo que han tenido que vivir en su infancia o adolescencia. La violencia es la única respuesta que pueden dar a la sensación de estafa y pérdida que experimentan. Casi siempre es verbal. Lo entiendo perfectamente cuando alguien me insulta, consecuencia de la transferencia. Es muy duro para algunos cuando consiguen poner nombre a aquello que les hicieron. Cuando sostienes en brazos a un niño que ha perdido a sus padres en un accidente de tráfico, mientras te da patadas para expresar su ira, lo que menos daño te hace son los moratones que te deja en las piernas.

Está claro que el tiempo que permanecen en terapia condiciona la relación que tenemos y la manera de trabajar, pero los recuerdo a todos. Transcurren los años y van transitando por la butaca y el diván, pero tengo todos sus nombres guardados en la memoria. Y mira que tengo que escribir todo lo que me dicen porque si no, se me olvida. ¿Por qué me gusta tanto la fotografía? Porque la única manera de cambiar las cosas es volviendo a mirarlas con cuidado.

Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Fotografía extraída de la red


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