domingo, 1 de diciembre de 2019

CRÓNICA DE JERUSALÉN_04

DIA 04. HEBRÓN - JERUSALÉN: De buena mañana hemos vuelto a Jerusalén Este. Hemos caminado bordeando la Ciudad Vieja dejando a mano derecha la Puerta de Jaffa. Una vez hemos llegado a la Puerta de Damasco, solo nos quedaba subir por la calle Nablús para encontrar el Mihbash Restaurant, el lugar donde hemos quedado con Abu Hassan, un árabe que hace visitas políticas a los territorios ocupados. Hemos tenido que esperar hasta que ha llegado una familia de italianos, con dos adolescentes, que se han retrasado. Abu Hassan nos ha preguntado dónde vivíamos y nos ha advertido que los italianos nunca son puntuales. Con más de un cuarto de hora de retraso, hemos salido hacia Hebrón cuatro italianos, una francesa y dos españolas (eso dicen nuestros pasaportes y no es ningún chiste). Abu Hassan conducía el microbús mientras intentaba darnos alguna explicación sobre la otra cara de la ocupación. Digo que lo intentaba porque la mujer francesa que iba sentada a su lado insistía en intentar hablarnos de su trabajo como terapeuta y de sus investigaciones sobre el libro bíblico, el Cantar de los Cantares. Nos ha informado de que era amiga de San Juan de la Cruz y nos ha dejado bien claro que aquella era su cuarta estancia en Jerusalén. La mujer italiana, que también era terapeuta, la escuchaba con atención. No sé si lo sabéis pero hay un síndrome de Jerusalén. De los millones de viajeros que visitan la ciudad santa cada año, hay algunos que acaban trastornados, de una manera médicamente diagnosticable. Parece que la Ciudad Vieja, atrapada en el tiempo, y la huella de los profetas dejan una impresión tan fuerte en algunos turistas que pueden llegar a pensar que son Sansón o la Virgen María embarazada. He pensado si el caso de esta señora francesa no sería uno de los cincuenta que diagnostican cada año. El primer caso se documentó en 1930 y lo hizo el psiquiatra Hinz Heman. En la actualidad los pacientes son ingresados en el psiquiátrico público Kfar Shaul, a las afueras de Jerusalén Oeste. Allí los tienen en observación hasta que se les pasa un poco. Me parece que, conduciendo hacia Hebrón, no nos vendrá de paso.  

Hemos vuelto a contemplar y bordear el muro de la vergüenza. Hay trozos en que es de alambre y dibuja meandros, dividiendo las tierras de los propios palestinos. Esta eventualidad impide que muchos palestinos puedan cultivar sus tierras. Abu Hassan nos ha contado que Cisjordania (nombre que recibe Palestina) fue dividida en tres zonas (A, B y C) en los Acuerdos de Oslo en 1993. Los que peinamos alguna cana recordamos aquella instantánea de Isaac Rabin y Yasser Arafat dándose la mano mientras Bill Clinton los mira satisfecho justo al medio. Aquel tratado debía ser el principio de la paz definitiva y el reconocimiento de los dos estados: palestino e israelí.

El Área A está controlada por la Autoridad Nacional Palestina y comprende las ocho ciudades palestinas y sus áreas metropolitanas, como Nablús, Ramala, Belén, Jericó o el 80 % de Hebrón. El Área A representa el 18 % del territorio de Cisjordania. Jerusalén Este no está incluida. Esta zona se supone que es de dominio plenamente palestino, pero desde 2002, cuando se produjo la Operación Escudo Defensivo, Israel incumple la prohibición de entrar y se adentra principalmente de noche para efectuar detenciones de palestinos.

El Área B está bajo control civil palestino y control militar israelí. Comprende el 22 % del territorio de Palestina. Hay pueblos y no se han producido asentamientos israelíes. Por último, el Área C (con control civil y militar israelí) es el 60 % del territorio de Cisjordania. En esta zona es donde se producen los asentamientos israelíes ilegales, consentidos por el gobierno. Primero plantan cuatro o cinco cabañas (edificaciones muy precarias) que los militares derrumban. Pero a los pocos días vuelven a levantarlas en el mismo lugar y así van haciéndose más grandes poco a poco, hasta que son poblaciones consolidadas. Una situación más dramática es la que se vive en Jerusalén Este. Es el propio gobierno israelí el que construye los asentamientos y después ofrece las viviendas a buen precio. Vivir en los asentamientos es considerablemente más barato que hacerlo en Jerusalén Oeste, donde el precio del metro cuadrado es prohibitivo.

Ya en Hebrón, Abu Hassan ha aparcado su microbús y hemos tomado dos taxis que nos han bajado al centro de la ciudad. Él no puede conducir con su vehículo hasta allí. Hemos caminado un poco hasta que hemos llegado a la Mezquita de Ibrahim donde hemos visto la tumba de Abrahán y Sarah, su mujer, que engendró a Isaac cuando tenía noventa años según la Biblia. Las tumbas de Isaac, Jacob y sus mujeres, Rebeca y Lía, están en la parte que ahora es sinagoga. Desde la tumba de Sarah es posible intuir lo que sucede al otro lado. Hemos tenido que quitarnos los zapatos y taparnos con una túnica porque vestíamos con pantalones. En la parte derecha, las mujeres rezaban separadas de los hombres. La mezquita es muy bonita.

Entonces Abu Hassan nos ha contado los hechos ocurridos en febrero de 1994, cuando la paz estaba cerca. Un viernes, un israelí, llamado Baruch Goldstein, pasó todos los controles policiales que hoy hemos pasado nosotros y, durante el oficio religioso en la mezquita, comenzó a disparar contra la gente. Mató a veintinueve palestinos e hirió a trescientos más. Los supervivientes lo acorralaron en una esquina que nos ha señalado con el dedo y lo ahogaron. Goldstein fue enterrado en Hebrón y es lugar de visita para los israelíes. La respuesta del gobierno israelí no fue buscar a los posibles cómplices y detenerlos; clausuró la mezquita durante nueve meses y llevó a cabo otras medidas de persecución entrando en los domicilios privados durante la noche para intimidar y cometer arrestos. Cuando pudieron entrar de nuevo en la mezquita, había sido dividida en dos partes como la hemos visto hoy. Los musulmanes solo tenían el 40 % de la superficie total. Al otro lado se había construido una sinagoga a la cual se accede desde la parte posterior subiendo por unas escaleras.

Abu Hassan no nos ha contado que los israelíes también sufrieron su masacre. Cada parte tiene la suya propia. Esta fue en 1929. Mucho antes de la proclamación del estado de Israel en 1948. Los árabes mataron a sesenta y siete judíos. Murieron niños y bebés. Si la visita la haces con un judío te lleva al cementerio para que veas la tumba de estos mártires. Tampoco te dicen que hubo árabes que pusieron en peligro sus vidas acogiendo en sus casas a los judíos que huían para no acabar muertos. En los años 20 del siglo pasado, hubo una fuerte inmigración judía y empezaron las tensiones entre las dos comunidades que desembocaron en aquel brutal atentado. 

Hebrón tiene un 80 % de territorio palestino y un 20 % de territorio israelí. La comunidad judía está compuesta por cuatrocientas o quinientas personas. Hay cuatro mil soldados israelíes protegiéndoles. El 90 % de los judíos colonos son norteamericanos del barrio neoyorquino de Brooklyn. Van con sus familias, subvencionados por los Estados Unidos y organizaciones sionistas y pasan seis meses o un año. Después vuelven y van otros. ¿Qué necesidad tienen de poner en peligro sus vidas y la de sus hijos? He leído que estos colones están subvencionados también por grupos cristianos fundamentalistas, porque creen que si los judíos ocupan la tierra santa, Palestina incluida, Jesús volverá a la Tierra y los judíos se convertirán al cristianismo. De momento, los colonos judíos tienen sus propias calles por donde pueden caminar libremente, si que hay alguien libre en esta tierra.

Hebrón es una ciudad de ciento treinta mil habitantes pero no lo parece en la zona por la que nos movemos nosotros. Las calles están prácticamente desiertas. Todos los días los palestinos de Hebrón tienen que pasar controles policiales, registros y toque de queda para ir a comprar comida, visitar a sus familias, ir a la escuela, entrar y salir de casa. En las casas que están junto a la mezquita, sus habitantes no pueden tener cuchillos ni ningún instrumento cortante. Por eso, tienen que llevar la fruta, la verdura, la carne y cualquier alimento ya cortados antes de entrar en casa. Por la noche, los controles se cierran y los edificios y las casas que están rodeados de rejas también. No se puede salir bajo ningún concepto, si no lo autorizan los militares israelíes. Da igual si se trata de una urgencia médica, un parto, un incendio o cualquier otra contingencia. Hace cinco años hubo un incendio en un edificio y murieron cinco niños porque tardaron demasiado en autorizar el desalojo y dejarlos huir. Lo hemos visto hoy con nuestros propios ojos.

Cuando hemos salido de la mezquita, Abu Hassan nos ha comprado un helado como si fuéramos niños. En este lugar es imposible no sentirse así. Tenía un sabor muy rico a sandía. Me lo he comido a mordisco limpio. Además, he tenido suerte y he tomado ración doble porque llevaba leche y María José no puede tomarla. Mientras chupaba el palo del helado, hemos contemplado cómo los soldados israelíes registraban a dos jóvenes palestinos. Les han hecho levantarse las camisetas para comprobar que no llevaban ningún explosivo pegado al cuerpo.

Cuando hemos caminado un poco hacia una calle por donde solo pueden caminar los colonos, un soldado israelí de unos veinte años nos ha pedido el pasaporte. Abu Hassan le ha preguntado si era nuevo y él le ha contestado que no. “No te he visto nunca”, le ha espetado. Se le notaba que estaba visiblemente molesto. Cuando lo hemos dejado, nos ha hecho saber la humillación que supone vivir así cada día. Razón no le falta.

Hoy era el tercer día de colegio y hemos tropezado con un grupo numerosísimo de niñas que salían. Venían contentas y nos saludaban. Cuando alguno de nosotros les queríamos tomar una fotografía, su reacción era diversa: unas saludaban a la cámara y sonreían como si estuvieran en cualquier otro lugar del mundo; otras, más tímidas, se tapaban la cara porque no querían ser grabadas. Todas llevaban una mochila a la espalda y otra en las manos, completamente nueva, metida en una bolsa de plástico transparente. Hemos pensado que se la debían de haber regalado en la escuela. Quizás por eso estaban tan contentas. Las mochilas eran de colores muy vivos y alegres, con figuras de Disney bien conocidas por todos. El almuédano ha comenzado a cantar llamando a todos a la oración. Las niñas seguían con su charleta e iban entrando en las casas después de atravesar las rejas. Este es su día a día más cotidiano.

Mientras observábamos a las niñas, ha pasado a nuestra vera un vehículo militar blindado. La tensión se mastica entre los dientes y no deja respirar con normalidad. Junto a cuatro soldados que hacían guardia, había una pancarta publicitaria. Era de una organización llamada Breaking the silence, formada  por soldados israelíes veteranos. Han decidido romper el silencio y dar a conocer la situación en que viven en los territorios ocupados. Desde los defensores de la ocupación, ha habido alguna campaña para desprestigiar la tarea de estos hombres que solo cuentan lo que han vivido como soldados del ejército israelí.

Hemos pasado por delante de una casa donde unos niños jugaban y se bañaban en una piscina hinchable. Daban gritos y también se tiraban agua con una manguera. Las madres estaban sentadas a su lado observándolos. También nos miraban a nosotros. Nos hemos detenido a unos cincuenta metros y Abu Hassan nos ha explicado que aquella era la casa de una familia palestina. Fueron desahuciados por el gobierno israelí. Recurrieron la decisión judicial y recibieron el apoyo de una organización no gubernamental. Finalmente, consiguieron volver a la casa pero recibieron una nueva notificación para que la desalojaran. Volvieron a reclamar; esta vez a la Corte Internacional de Justicia y, al pasar el tiempo, les volvieron a dar la razón. Volvieron a la casa otra vez. Desde hacía un par de semanas, los colonos habían vuelto a la casa. En la fachada había una gran bandera de Israel colgada desde el tejado hacia abajo. En una esquina había también una bandera palestina más pequeña extendida desde una ventana.

Hemos recorrido una calle donde Abu Hassan no puede entrar porque sería detenido. Ya lo fue hace cinco años. Nos dijo que él nos esperaría en un punto de retorno donde nos reencontraríamos. Las calles estaban completamente desiertas. Parecía que caminábamos por una ciudad fantasma. Las casas estaban abandonadas y todas las tiendas estaban cerradas. Las palabras que más ha repetido a lo largo de todo el día han sido: “¿Entendéis lo que quiero decir?” “¿A quién le importa todo esto?” Sus palabras retumbaban dentro de mi cabeza. Nos dijo que la gente no se va porque no quiere que la echen de su casa, pero que verdaderamente es muy duro aguantar toda la presión.

El mercado de la ciudad vieja de Hebrón empieza a reabrir algunos negocios lentamente. El techo del mercado está cubierto por plásticos y una protección metálica. El motivo es evitar que les lancen objetos desde las viviendas superiores ocupadas por israelíes. Las autoridades israelíes no dan los permisos pertinentes para reabrir los negocios o les reclaman los impuestos de quince años. Hemos pasado por un negocio local donde había una mujer, la más peligrosa de Hebrón, que vende artesanía local para ayudar a las mujeres de la ciudad. Los italianos se han detenido a comprar un zumo de granada. Hemos tenido que esperarlos. Abu Hassan ha discutido con el árabe mientras lo preparaba porque el precio era considerablemente mayor que en Jerusalén. “Yo les he dicho el precio y ellos han estado de acuerdo”, le decía aquel hombre con una expresión espantada en los ojos. A veces, no hace falta saber árabe para entender lo que dicen.

En la segunda intifada, todos los negocios del mercado antiguo fueron clausurados y también el mercado de las joyas donde nos hemos asomado. Ahora es una calle llena de basura y escombros porque los judíos también los lanzaban desde las ventanas de sus casas para que los árabes no abrieran las tiendas de nuevo. De hecho, la calle permanece clausurada por una alambrada que acaba en concertinas en la parte superior. Nos señaló una casa donde hace cinco años los soldados israelíes entraron una noche y se llevaron a un niño muy pequeño. Tardaron una semana en devolver al niño a casa con sus padres. El niño sufre secuelas insuperables.

Hemos pasado a la parte árabe de Hebrón que estaba llena de tenderetes. Parecía que habíamos cambiado de ciudad. Desde hacía unos minutos, nos seguía un grupo de muchachos palestinos. Debían tener unos diez u once años. Unos de ellos ha intentado cogerle las gafas de sol a María José de encima de la cabeza donde las llevaba de manera despreocupada. Le he llamado la atención por lo que quería hacer y me ha hecho una gesto para que me callara. Le he devuelto el gesto de mutis por el foro y se ha pasado el dedo índice por el cuello como si quisiera cortarlo. Me he quedado de piedra. ¿Qué ha vivido un niño de diez años para hacer ese gesto a una mujer mayor extranjera?  

Hemos hecho una parada en un bar de un amigo de Abu Hassan. Este fumaba de una cachimba mientras nos sacaba botellas de agua y preparaba té de menta. La etiqueta de la botella de plástico era muy distinta: verde y con letras árabes. En Jerusalén son azules y en hebreo. Hemos caminado hacia el centro de la ciudad para tomar un taxi de vuelta. Abu Hassan aprovechaba para hacer paradas en algunas tiendas. Una de las veces ha vuelto con un capuchón de falafel recién hecho. Otra nos ha ofrecido unos dulces de una tienda de especias. Por último, ha traído pan de pita y nos ha vuelto a dar de comer como si fuéramos pajarillos en un nido.

Cuando ha negociado el precio del taxi, hemos vuelto hasta su microbús que estaba aparcado en la puerta de un taller de cristal. Con el calor del verano estaban soplando el vidrio para hacer objetos bonitos. Como buenos árabes, nos han invitado a visitar su tienda y contemplar los productos que vendían. Abu Hassan me ha preguntado cómo habíamos conocido sus visitas. Le he hablado de Eugenio, nuestro amigo periodista que vive en Jerusalén. No lo conocía. He cogido el móvil y le he enseñado la fotografía que nos hicimos el día antes. Ha sonreído y me ha dicho: “Lo conozco. No sé cómo se llama, pero lo conozco.” Después de una nueva parada en la frutería, hemos dejado Hebrón y ha conducido hacia Jerusalén. Nos ha contado que la vida en Jerusalén es muy cara; los alquileres tienen un precio desorbitado y cuesta sobrevivir. Él ha pedido la licencia de agente de viajes pero tampoco se la dan porque saben de qué pie cojea. Le hemos preguntado si era fácil dejar Cisjordania e ir a Jerusalén. Nos ha dicho que para ir a Israel hace falta un permiso especial y que estos son muy restringidos. Tienes que ser hombre, tener al menos cuarenta y cinco años y no estar metido en política ni tener ninguna relación con ella. Nos ha quedado claro que no se pueden mover si no es para irse al extranjero y no volver. “Haces una labor importante” son las últimas palabras que le he dicho a Abu Hassan a la vez que le estrechaba la mano.

Hemos llegado hambrientas e indignadas a Jerusalén, dejando atrás Hebrón, la ciudad fantasma. He comido una bola de falafel árabe que he comprado enfrente de la Puerta de Damasco; María José no ha querido comer nada. Hemos vuelto a caminar atravesando las callejuelas de la Ciudad Vieja una vez más hacia el Muro de las Lamentaciones. Hemos hecho una parada en la parte del muro de las mujeres. He ido observando el comportamiento de las mujeres que rezaban. Un bebé ha comenzado a llorar porque una niña lo cogía de una manera algo brusca. La niña no tenía más de doce años. Hemos supuesto que era su hermano pequeño. Con tantos hijos los hermanos mayores cuidan de los más pequeños, especialmente las niñas.

Antes de visitar el Hakotel Hamaaraví, hemos esperado en el vestíbulo un rato. Hice la reserva semanas antes por la red desde casa. Cuando he pasado por la taquilla, he visto que todas las visitas de la semana estaban agotadas. Hemos tenido que esperar a la entrada un rato. La sala estaba llena de familias judías con muchos hijos. Nos hemos dado cuenta de que no estaban allí para hacer una visita cultural. Aparte del trayecto que nosotras hemos hecho, hay otro tipo de actividades para aquellos que profesan el judaísmo. Nos hemos sentado en una esquina y he seguido observando. A mi izquierda, había una familia con uno, dos, tres… he contado hasta siete niños de casi todas las edades. Los padres eran sorprendentemente jóvenes: a los dos aún les faltaban unos cuantos para cumplir los cuarenta e iban cargados de una buena prole. Ella llevaba la peluca prescriptiva. Las mujeres judías casadas tienen que cubrirse el pelo como señal de modestia o también pueden cortárselos y sustituirlo por una peluca. El marido llevaba sombrero, rizos y abrigo emblemáticos. El que más me ha llamado la atención ha sido el penúltimo de los vástagos en la línea de sucesión, un niño que acababa de empezar a caminar. El último todavía estaba entre los brazos de su madre. Uno de los mayores daba de comer galletas a los más pequeños, pero este pollito ha llegado un poco tarde al reparto y se ha quedado sin su parte. Ha habido un momento en que ha caído al suelo y se ha dado un coscorrón. Su reacción inmediata ha sido ponerse las manos en la cabeza y hacer el ademán de comenzar a llorar. Enseguida ha mirado a su alrededor y se ha dado cuenta de que ningún miembro de su familia lo miraba; entonces se ha levantado tocándose la parte dolorida y ha continuado explorando. ¿Qué daño le hará la falta de atención y de cuidado? Después, nos han llamado para que entráramos.

Susanna, una señora judía mayor, nos ha explicado el itinerario que hemos hecho por los túneles de la West Wall, como ellos la llaman. Hemos realizado la visita con una familia de norteamericanos con tres hijos. La más pequeña de unos ocho años estaba muy cansada y la madre se paraba con ella. Susanna iba haciéndoles preguntas al mayor que se asomaba a la adolescencia. El recorrido es alucinante y la labor de recuperación, impresionante. Hemos atravesado una moderna sinagoga subterránea hecha con materiales nobles y con una iluminación excelente. Muy amablemente y en un perfecto inglés, nos ha dicho que el Muro son los restos de una de las paredes laterales del Segundo Templo, destruido en el año 70 d.C. Con una maqueta nos ha explicado que el Muro de las Lamentaciones es solo una de las paredes de contención del antiguo templo, la que está al oeste, concretamente. Después de su destrucción, los judíos fueron enviados al exilio. A su vuelta, evitaban la Explanada de las Mezquitas porque tenían miedo de pisar el lugar sagrado donde estaba el antiguo templo. Susanna nos ha conducido por los túneles y pasadizos bordeando la parte baja del Muro. De vez en cuando, salían a nuestro encuentro niños judíos que jugaban y gritaban o mujeres pegadas al Muro rezando y llorando.


Los arqueólogos israelíes están locos con la idea de encontrar restos del Primer Templo, que fue construido por el rey Salomón en el año 960 a.C., pero no hay manera. No tropiezan con ninguna piedra de aquella dorada época. La familia americana se ha ido antes de acabar la visita y un grupo numeroso de italianos ha llegado y nos ha dicho que se les había hecho tarde. Algunos hombres llevaban la kipá. Hemos continuado el trayecto por los laberintos conducidos por Susanna, que llevaba los cabellos tapados con un pañuelo. La visita guiada ha terminado en un aljibe. Todos mirábamos curiosos y escuchábamos a Susana. De repente hemos descubierto un barquito en el agua con forma de kipá. Susanna se ha despedido con afabilidad agradeciéndonos nuestro interés. Nos ha dicho que ella nació en los Estados Unidos y hace muchos años sus padres decidieron volver a casa, Israel. En el día de hoy he llegado a una conclusión: nunca entenderé lo que ocurre aquí, zona cero.

Lunes, 26 de agosto de 2019
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Foto: María José Mier Caminero


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