domingo, 26 de noviembre de 2023

TERRORISTES, FEIXISTES I COLPISTES

Diu Harriet, la protagonista de La tortuga de Darwin de Juan Mayorga, que las palabras marcan a la gente que hay que eliminar: “judío”, “burgués”, “comunista”, “fascista”, “terrorista”…”. Sentir, a la vida pública o quotidiana, algun dels qualificatius recurrents que encapçalen aquest article m’evoca aquestes paraules de la vella de Galápagos. Més enllà d’aquests termes ancestrals, en creem d’altres més postmoderns o casolans como prorrús, antisemita (obviant que els palestins també ho són), supremacista, populista o filoetarra. Amb l’etiqueta, classifiquem i desqualifiquem l’adversari polític o qui discrepa de nosaltres, aniquilem qualsevol possibilitat de debat enriquidor que ens puga fer dubtar, per no haver de seguir escoltant el que haja de dir-nos, per no tractar d’entendre des d’on ens parla i què experiències o idees l’han dut al lloc des d’on parla. Amb el rètol, col·loquem l’altre en una posició oposada a la nostra, en un lloc indesitjable que és millor no trepitjar perquè fer-ho suposa contaminar-se, tacar-se. La nostra obcecació ja no ens permet reconèixer que explicar no és justificar.

 

Amb el llenguatge configurem la realitat, la delimitem, ens posicionem davant d’un món cada cop més polièdric, moltes vegades incapaços d’entendre la seua complexitat. Per això, com més pobre és el nostre llenguatge, més limitada i obtusa és la nostra visió del món. I així, amb un lèxic cada vegada més escàs, havent buidat les paraules del seu autèntic significat, convertits en hooligans ideològics (els nostres plans d’estudi i l’organització dels centres educatius ja s’encarreguen d’empobrir el discurs dels nostres joves), ens entestem a classificar-ho tot en blanc o negre, oblidant l’escala de grisos. Tampoc tenim el temps i la serenor necessaris per una anàlisi mínimament assossegada que en ocasions tan sols ens conduiria a pronunciar el tan temut  no ho sé”. Confessar aquesta ignorància, gairebé epistemològica (perdoneu la paraulota), és imperdonable. No obstant, fer afirmacions ostentosament salvatges es premia cada vegada més als diferents àmbits (polític, social i també laboral). Ajuda a aquest anhelat progrés individual o èxit social (expressions impostores d’aquest viciat afany comunicatiu). No interessa un pensament que no puga ser resumit en dos-cents vuitanta caràcters (escriure el número en lletra ja és una temeritat i una provocació), perquè senzillament no arribem al final.

 

És trist i lamentable però el sentit crític no és un valor a l’alça. Es surt amb la seua qui és capaç de pronunciar el tweet més impactant o que té el seu què, qui és capaç de proferir els substantius demagògia i manipulació i despertar l’aplaudiment. Articular la més lleu discrepància o dubte sobre la categorització imposada, sobre com es durà al terme qualsevol idea o projecte (oh, paraula mitificada), suposa la sospita a l’adhesió infrangible que avui se’ns exigeix en massa esferes de la nostra vida. Si ho pensem bé, les preguntes amb una resposta més problemàtica són aquelles encapçalades per l’interrogatiu com. S’asfixia la discrepància i el diàleg i es substitueixen per reunions supèrflues i inútils. Amb la devaluació del llenguatge es degrada la nostra realitat, la nostra democràcia, però també els nostres ambients de feina, les nostres converses diàries, la nostra convivència, la nostra humanitat.

 

Las palabras preparan muertes; las palabras matan”. Ens podrà semblar que el queloni repapieja, ja que edat no li manca per fer-ho. Tanmateix, amb el vocable terrorista decidim quines bombes són bones i quines són dolentes (com si hagués alguna de benèvola), amb la perversió d’expressions com “dret a la legítima defensa” o “resposta proporcionada” es dona permís per exercir una violència desmesurada. Quin és el límit? Quants nens morts calen per incomodar-nos? Quina és la diferència entre un “acte terrorista i un “crim de guerra”? Qui posa els límits? No serà que el límit de la violència, física i verbal, no hauríem de travessar-lo mai? No serà que el creuem quan ens abandona el llenguatge i no reconeixem l’autèntic significat de les paraules?

 

Begoña Chorques Fuster

Professora que escriu

 


 

 

 

 


domingo, 19 de noviembre de 2023

¿NOS MERECEMOS LA EXTINCIÓN POR GILIPOLLAS?

La historia de este artículo comienza hace dos años. Hasta el momento, los alumnos de 2º de Bachillerato de la Comunidad de Madrid, en el examen de Lengua castellana y Literatura, tienen un ejercicio en el que han de redactar un texto argumentativo a favor o en contra de una tesis. En él se evalúa la madurez discursiva y reflexiva del alumno y su capacidad para argumentar y redactar. Desde hace años, considerando, además, que es una buena manera de desarrollar el espíritu crítico en nuestros jóvenes, esta profesora que escribe empieza a trabajar la técnica de la redacción de un texto argumentativo en el último curso de la ESO. Se trata también de proponer temas que puedan resultar atractivos y motivadores entre los adolescentes del siglo XXI. De esta manera, ante las movilizaciones de la juventud contra el cambio climático que se sucedieron por distintos países, la actitud de muchos ciudadanos ante las restricciones impuestas por la pandemia y las crecientes tensiones internacionales entre países, propuse a mis alumnos de 4º ESO de aquel curso que argumentaran a favor o en contra de la pregunta que pone título a este artículo.

 

No sé si hace falta que diga que no se puntúa su opinión, sino la solidez de sus argumentos y cómo exponen sus ideas por escrito con una sintaxis coherente. un léxico rico, con buena ortografía y puntuando bien el texto. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré que la mayoría de ellos argumentaban a favor. Lamentaban nuestro comportamiento como especie, la escasa empatía que demostramos para con nuestros semejantes a la hora de aceptar limitaciones buscando el bien común y la contención de un virus que ha matado a millones de personas en el mundo, la actitud egoísta del ser humano, incapaz de cambiar su modo de vida para cuidar el planeta. Así es que sí, tristemente, muchos concluyeron que nos merecemos la extinción por gilipollas.

 

Había un porcentaje minoritario del alumnado que defendía la tesis contraria. Eran capaces de aportar contraargumentos reconociendo que hay una parte de la ciudadanía que muestra un comportamiento ciertamente incívico y egoísta. Sin embargo, su principal razón era que no podíamos “pagar todos” por la manera de proceder de unos cuantos. Defendían la corresponsabilidad, pero también la idea de que ellos mismos trataban de tener una actuación sensata. El individualismo que el capitalismo nos ha grabado a fuego en nuestra concepción de mundo les hacía obviar que vivimos juntos, que somos un colectivo, la humanidad entera, que habremos de responder de nuestro modo de actuar en conjunto. Como era de esperar, no lo veían “justo” (palabra frecuente en la boca de nuestros púberes). ¿Acaso es la vida justa? ¿Acaso no contribuimos todos, en cierta medida, en la destrucción del medio ambiente con nuestra manera de vivir, de estar en el planeta?

 

Después de debatir el tema oralmente en clase también, aquella muchachada adorable me propuso que yo también presentara mi propio texto argumentativo. Pues bien, concluyo que nos merecemos la extinción por gilipollas aportando como principal argumento que hemos criado y educado a la futura generación llevándoles a pensar y sentir que nos merecemos la extinción por gilipollas. ¿Hay una manera más lastimosa de arrebatar a los jóvenes la ilusión por el futuro? Ahora rebátanme si quieren.

 

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe

 


 


domingo, 12 de noviembre de 2023

TERRORISTAS, FASCISTAS Y GOLPISTAS

Dice Harriet, la protagonista de La tortuga de Darwin de Juan Mayorga, que “las palabras marcan a la gente que hay que eliminar: “judío”, “burgués”, “comunista”, “fascista”, “terrorista”…”. Oír, en la vida pública o cotidiana, alguno de los calificativos recurrentes que encabezan este artículo me evoca estas palabras de la vieja galápago. Más allá de estos términos ancestrales, creamos otros más posmodernos o caseros como prorruso, antisemita (obviando que los palestinos también lo son), supremacista, populista o filoetarra. Con la etiqueta, clasificamos y descalificamos al adversario político o a quien discrepa con nosotros, aniquilamos cualquier posibilidad de debate enriquecedor que nos pueda hacer dudar, para así no tener que seguir escuchando lo que tenga que decirnos, para no tratar de entender desde donde nos habla y qué experiencias o ideas le han conducido al lugar desde el que habla. Con el rótulo, colocamos al otro en una posición opuesta a la nuestra, en un sitio indeseable que es mejor no pisar porque hacerlo supone contaminarse, mancharse. Nuestra obcecación ya no nos permite reconocer que explicar no es justificar.

Con el lenguaje configuramos la realidad, la delimitamos, nos posicionamos ante un mundo cada vez más poliédrico, muchas veces incapaces de entender su complejidad. Por eso, cuanto más pobre es nuestro lenguaje, más limitada y obtusa es nuestra visión del mundo. Y así, con un léxico cada vez más escaso, habiendo vaciado las palabras de su auténtico significado, convertidos en hooligans ideológicos (nuestros planes de estudio y la organización de los centros educativos ya se encargan de empobrecer el discurso de nuestros jóvenes), nos empeñamos en clasificarlo todo en blanco o negro, olvidando la escala de grises. Tampoco tenemos el tiempo y la serenidad necesarios para un análisis medianamente sosegado que en ocasiones tan solo nos conduciría a pronunciar el tan temido “no lo sé”. Confesar esta ignorancia, casi epistemológica (perdonad el palabro), es imperdonable. Sin embargo, hacer afirmaciones ostentosamente cerriles se premia cada vez más en los diferentes ámbitos (político, social y también laboral). Ayuda a ese tan ansiado progreso individual o éxito social (expresiones impostoras de este viciado afán comunicativo). No interesa un pensamiento que no pueda ser resumido en doscientos ochenta caracteres (escribir el número en letra ya es una temeridad y una provocación), porque sencillamente no llegamos al final. 

Es triste y lamentable pero el sentido crítico no es un valor en alza. Se lleva el gato al agua quien es capaz de pronunciar el tweet más resultón e impactante, quien es capaz de proferir los sustantivos demagogia y manipulación y despertar el aplauso. Articular la más leve discrepancia o duda sobre la categorización impuesta, sobre el cómo se llevará a cabo cualquier idea o proyecto (oh, palabra mitificada), supone la sospecha a la adhesión inquebrantable que hoy se nos exige en demasiadas esferas de nuestra vida. Si lo pensamos bien, las preguntas con una respuesta más problemática son aquellas encabezadas por el interrogativo cómo. Se asfixia la discrepancia y el diálogo y se sustituyen por reuniones superfluas e inútiles. Con la devaluación del lenguaje se degrada nuestra realidad, nuestra democracia, pero también nuestros ambientes de trabajo, nuestras conversaciones diarias, nuestra convivencia, nuestra humanidad.

Las palabras preparan muertes; las palabras matan”. Nos podrá parecer que el quelonio chochea, ya que edad para ello no le falta. Sin embargo, con el vocablo terrorista decidimos qué bombas son buenas y cuáles son malas (como si hubiera alguna benévola), con la perversión de expresiones como “derecho a la legítima defensa” o “respuesta proporcionada” se da permiso para ejercer una violencia desmesurada. ¿Cuál es el límite? ¿Cuántos niños muertos son necesarios para incomodarnos? ¿Cuál es la diferencia entre un “acto terrorista” y un “crimen de guerra”? ¿Quién pone ese límite? ¿No será que el límite de la violencia, física y verbal, no debiéramos atravesarlo nunca? ¿No será que lo cruzamos cuando nos abandona el lenguaje y no reconocemos el auténtico significado de las palabras?

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe

Imad Abu Shtayyah (Palestine), We shall return, 2014

Oil on canvas


 

 

domingo, 5 de noviembre de 2023

LA MARE DE FRANKENSTEIN

“Lo mejor en España es no abrir la boca. El silencio es el único valor seguro”. Al 1954, Germán Velázquez, un jove psiquiatra que ha viscut quinze anys a Suïssa, torna a Espanya per treballar al manicomi de dones de Ciempozuelos, al sud de Madrid. Es va exiliar al 1939, després que son pare, psiquiatra republicà, es suïcidés abans de ser executat en ser condemnat a mort. S’hi troba amb Aurora Rodríguez Carballeira, un personatge real de l’època, reclosa i coneguda per haver matat la seua filla Hildegart amb quatre tirs mentre dormia. Germán es dedica a la psiquiatria per influència paterna i perquè, amb tretze anys, va conèixer a la parricida paranoica i va quedar fascinat per la seua intel·ligència. També hi coneix a María Castejón, una auxiliar d’infermeria, filla del jardiner del manicomi, a la qual Aurora va ensenyar a llegir i a escriure quan era una nena i que guarda molts secrets.

 

La madre de Frankenstein és, sens dubte, un dels muntatge teatrals d’aquesta temporada, coproduïda pel Centro Dramático Nacional i el Teatre Nacional de Catalunya. Ho és per diversos motius. Primer, perquè és l’adaptació de la quinta novel·la d’Almudena Grandes de la sèrie Episodios de una guerra interminable sobre la guerra civil i el franquisme, tasca que va deixar inacabada com el seu mestre Benito Pérez Galdós als Episodios Nacionales.

 

En segon lloc, perquè es tracta d’una obra coral de dones. La pròpia Grandes es va posar d’acord amb Carme Portaceli, directora del muntatge i especialista en adaptacions teatrals de grans novel·les –La casa de los espíritus (2021) o Mrs. Dalloway (2019), per exemple–, la posada en escena d’un dels seus “episodios” i aquesta fou l’elegida. La dramaturga Anna Maria Ricart –Encara hi ha algú al bosc (2021) o Moriu-vos (2022)– ha estat l’encarregada de fer l’adaptació, extremadament fidel a l’original de Grandes perquè considera que els lectors de Grandes coneixen la seua obra amb profunditat. El resultat és un text llarg la representació del qual arriba gairebé a les quatre hores, però és que Portacelli li va passar la novel·la amb quasi tot subratllat. A més, Blanca Portillo encarna a Aurora Rodríguez Carballeira en una interpretació on torna a confirmar que és una de les dames del teatre actuals.

 

En tercer lloc, perquè malgrat l’excel·lent interpretació de Portillo, es tracta d’una representació coral amb tres protagonistes: Pablo Derqui és el doctor Velázquez i Macarena Sanz encarna a María Castejón, una jove apocada producte de l’educació repressora franquista i del discurs oficial. “Ahora hay paz. Los españoles no servimos para tener partidos y parlamentos como los otros países. Franco lo sabía”. La resta d’actors representen amb versatilitat a diferents personatges, entre els que trobem amb un irreconeixible José Troncoso en la pell del Padre Armenteros.

 

En quart lloc, perquè ens conten, a través dels ulls d’algú que ha crescut i ha estat educat fora de l’Espanya franquista dels anys 50, la realitat sòrdida i gris d’on venim: res és “normal” i tot es mira amb ulls de sospita i amb una intenció bruta, es poden cometre les més grans atrocitats contra les dones amb impunitat (robatori de nadons acabats de néixer o violacions silenciades), teràpies rehabilitadores per homosexuals, encimbellament de la crueltat, la manipulació i la mediocritat dels doctors López Ibor i Vallejo-Nájera i el seu “gen rojo”. A més, el text és suficientment ric per apropar-nos també a la intrahistòria d’uns personatges, a les seues pors i, sobretot, als seus silencis, que viuen en un lloc oblidat, un manicomi. “Honestamente le digo, si las cuerdas importamos poco, imagínese las locas, ellas son las últimas de todas las filas”.  

 

En cinquè lloc, perquè Aurora Rodríguez Carballeira esdevé un símbol d’aquella Espanya esquizofrènica i malalta, assassina de la seua filla superdotada, perquè “ella la creó, y ella la destruyó”, eugenèsica, que es creu superior a la resta, brillant i intel·ligent, capaç del millor i del pitjor. “Mi corazón, mis pechos, mis nalgas son de mujer, pero el cerebro, el cuello, los brazos, las piernas y la clavícula son completamente viriles. Si no se lo creen, que me hagan la autopsia cuando muera, y ya lo verán”.

 

Begoña Chorques Fuster

Professora que escriu