domingo, 30 de abril de 2023

MARÍA LUISA

Estos días se puede ver María Luisa de Juan Mayorga en el Teatro de la Abadía de Madrid. Es la primera obra que estrena en este espacio desde que es su director artístico. Esta trata el tema de la vejez y la soledad, pero no solo esos. El propio autor apunta que “la imaginación, el deseo y las ganas de bailar” también están presentes. Es, pues, este un texto mayorgiano donde la realidad y la imaginación se complementan y donde ficción y sueño se hacen presentes, ¿o realidad?

 

El planteamiento es sugerente. El portero de una comunidad de vecinos (Paco Ochoa) aconseja a María Luisa (Lola Casamayor), una señora mayor que vive sola, que ponga más nombres en su buzón porque está habiendo robos en el barrio y así evitará ser objetivo de los ladrones. Para la sorpresa del conserje, María Luisa decide poner dos nombres: Emerson Azzopardi (Juan Paños) y Benito Beckenbauer (Juan Codina). Cuando sube a su casa, ambos “personajes” están esperándola. ¡Ay, si fuéramos realmente conscientes del poder de nuestra imaginación!

 

Muchas personas mayores (en su mayoría, mujeres) viven la etapa final de su vida en soledad. Hay en la obra tres personajes “reales": la propia María Luisa, su amiga Angelines, con la que merienda los jueves y con la que habla por teléfono de forma recurrente ya que esta también vive sola, y Raúl, el portero del edificio donde vive, un tipo amable que está lejos de ser un trabajador gris y desganado. Angelines, que también camina hacia su senectud, es la única que entiende realmente a María Luisa, aunque a veces tengan sus piques. Porque volvemos a ser niños y adolescentes cuando envejecemos y nos comportamos como tales. Las conversaciones de María Luisa y Angelines recuerdan las de las mujeres de nuestras familias, muchas de ellas viudas, que viven solas y que se encuentran, comparten y discuten con sus dimes y diretes. Sin embargo, solo ellas saben lo que significa asomarse al abismo de la vida. El resto, mientras nos llega el turno en el ciclo de la vida, tan solo lo suponemos.

 

Los otros tres personajes parecen estar en la mente de María Luisa. Pudiera pensar el lector/espectador más analítico que esta señora padece demencia senil, sin embargo, todo indica que María Luisa sencillamente reconstruye sus recuerdos y su memoria de forma subjetiva y emocional, algo que, por otro lado, todos hacemos. María Luisa está al final de su vida y vive y piensa con la libertad completa de saber que está al término del camino. Quienes observamos no sabemos si esos tres personajes que parecen imaginarios son partes de la propia María Luisa (así lo parece a lo largo de la obra) o acaso son novios o pretendientes que María Luisa tuvo, creyó tener o solo deseó tener. De lo que no cabe duda es de que la imaginación de María Luisa está tan viva como ella y es capaz de fantasear incluso con una larga lista de nombres para poner en el buzón, a cada cual más original.

 

Sobre la primera posibilidad, pensando que los tres hombres sean partes de la propia María Luisa (como si estuviéramos en la interpretación psicoanalítica de un sueño) nos encontramos con: Olmedo, otro hombre/nombre más, parece ser la parte pragmática, funcional, a veces aburrida y convencional, aunque necesaria de esta señora mayor; Beckenbauer parece representar su lado político, aventurero, reivindicativo (es de allende los mares y se llama Benito. ¿Será conservadora esta señora? Qué más da ya.), es un militar que parece estar esperando una revolución; y Azzopardi, poeta, es su lado creativo, artístico y soñador que, por otro lado, acaba siendo el más realista y político cuando se declaran los tres.

 

Mayorga vuelve a una puesta en escena donde pone en funcionamiento la imaginación del espectador que tiene que proyectar los vagones de metro o las escaleras que se suben o las puertas que se abren. Ya jugó con nuestra capacidad de esbozar en Reikiavic o El cartógrafo y vuelve a apostar por un espectador activo y creativo. Así se revela la metáfora del metro, cuando María Luisa le da a la palanca para detenerlo. De esta forma, subvierte el tópico de los trenes  vitales que pasan y perdemos. María Luisa nos hace ver que dándole a la palanca no perdemos nada. Tampoco le importa ya transgredir las normas en un juego casi infantil. 

 

Son también interesantes los muñecos, construidos de objetos cotidianos, que sirven, en un primer momento, para proteger la casa pareciendo que está habitada. Son ellos una nueva metáfora de nuestra vieja fragilidad, esa que nos advierte de nuestra necesidad de protección, sobre todo, según vamos avanzando en edad. ¿No utilizamos todos acaso el disfraz de los muñecos para protegernos socialmente?

 

Por último, nos queda el local de baile que me recordó una sala que hay/había en la Plaza del Carmen de Madrid y en la que he visto entrar muchas veces a personas mayores. Es el lugar al que María Luisa quiere acudir y al que finalmente va para expresar esa ansia de libertad, de quemar los últimos cartuchos, de beber el sorbo final de la vida a borbotones con alegría e intensidad. Y que suene la música y que nos quiten lo bailao... diría ella.

 

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe

 


 


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