“La mujer no tenía ningún atractivo
especial. Ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni joven ni vieja. Un personaje
gris entre la masa gris. Con un pañuelo al cuello.” Así empieza La mujer de gris (Navona, 2015), primera novela de Anna Maria Villalonga. Lo interpreto como toda una
declaración de intenciones: la narrativa de esta profesora barcelonesa pone el
foco en aquellos personajes grises que no importan en los grandes relatos, en
la Historia en mayúsculas. Y es por eso que la hace más atractiva a aquellos
que buscamos los latidos de los que no importan, de aquellos seres anónimos que
transitan por nuestras calles y en los cuales nos podemos fijar por un detalle
cualquiera, un pañuelo perdido con olor a perfume femenino. Son todos esos personajes
en los que podemos convertirnos nosotros mismos.
He de reconocer que mi principal
prejuicio a la hora de encarar la lectura de esta obra fue la narrativa de la
propia autora. ¿Por qué? Después de leer La sonrisa de Darwin (Navona, 2018), segunda novela de Villalonga e
historia de personajes bien trabada con una prosa solvente, me adentraba en
esta trama intrigada, sin saber muy bien qué encontraría. Pues bien, el
resultado no defrauda. El protagonista, uno de ellos, es un personaje
anodino, que no sabe qué hacer con su vida, un inadaptado. Se trata de una
especie de James Stewart a la busca de una ventana indiscreta que le brinde la
oportunidad de fisgonear y salir de sí mismo. Hay que mencionar las referencias
cinematográficas y literarias con las que Villalonga rellena los
acontecimientos contados con nuevos significados. Hitchcock y sus títulos
importantes están presentes, pero también grandes del cine, como Bogart, y de
la literatura, como Virginia Woolf y La señora Dalloway, obra que relee Celia.
Así cobra toda el significado la cita
inicial del prólogo de Espejo roto de la propia Mercè Rodoreda. A este
hombre que se mira en el espejo no le gusta lo que ve; siente una gran
insatisfacción. Se contempla en el espejo con numerosas ocasiones a lo largo de
las páginas del libro. Así busca un autorreconocimiento en la imagen que
proyecta, quizás un sueño o quizás la cara más profunda y auténtica de la
realidad o de uno mismo. La mujer de gris es la narración de un
seguimiento por parte de un hombre que, en realidad, se busca a sí mismo, busca
una historia que protagonizar, es casi un personaje a la busca de autor
(autora, en este caso) como aquellos de Pirandello. Es consciente de que “soy
un voyeur y punto. Y, no nos engañemos, el rol de voyeur es un
rol inútil. Por definición”. Como lo sabe, se decide a actuar después de
años de parálisis vital y se convierte casi en un personaje quijotesco. “Mirar
se opone a actuar. Mirar es un papel pasivo”. Esto también lo
sabe la escritora Villalonga. Hay que mirar, observar la realidad de manera
meticulosa para sacar provecho, para analizarla, pero en un momento incierto
tiene que coger libreta y bolígrafo, como su personaje, para comenzar a actuar.
Así realidad y ficción se convierten en la dos caras de la misma página, dos
fotogramas de la misma película, dos fragmentos del mismo espejo. Y en esta
persecución vital se involucra la propia autora, sin quererlo (o quizás sí):
solo en la medida en que su protagonista alcance su entidad e identidad como
protagonista, ella se convertirá en escritora. El juego metaliterario y metavital se desliza entre los párrafos. No hace
falta que os diga que ambos consiguen su objetivo.
Begoña Chorques Fuster
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