Hace ya más de un año y medio que el mundo entero sufre la pandemia del Covid-19. Desde entonces, la vida tal y como la entendíamos hasta marzo de 2020 ha cambiado. Nosotros también hemos cambiado. Hoy aún no sabemos si todo volverá a ser como antes del confinamiento que vivimos en la primavera del año pasado. A lo largo de todos estos meses, la pandemia, las medidas decretadas por nuestros gobiernos, el comportamiento de la ciudadanía, las medidas de protección que debemos usar han llenado nuestras conversaciones cotidianas hasta la saciedad y el aburrimiento y también han alterado nuestros hábitos y forma de vivir. Estamos hartos, cansados, agotados.
La pandemia ha ocupado durante meses casi todo el espacio de los informativos y de la programación de los medios de comunicación. En todo este alud de información y diálogos con los amigos, quisiera destacar dos frases que hicieron clic en mi cabeza cuando las escuché. La primera la pronunció Margarita del Val, viróloga e inmunóloga española del CSIC, una de esos científicos profesionales que están dedicándose a la investigación con ahínco desde el anonimato desde hace décadas. Poco días después de que nos confinaran, Del Val utilizó la expresión “los años de la pandemia”. Aquel sintagma nominal, dicho con el tono discreto que caracteriza a esta investigadora, cayó sobre mí como una jarra de realidad fría. Comentaba que con la perspectiva histórica que nos daría el tiempo, cuando esta pesadilla hubiera quedado atrás, hablaríamos de “los años de la pandemia”. Del Val hizo que los ojos de mi consciencia se quedaran como platos. Eso significaba que no iban a ser semanas, tampoco meses, sino años lo que llevaría dejar atrás la pesadilla que está suponiendo el Covid-19 en nuestras vidas. Entonces eché la mirada atrás y con mis ojos miopes, imaginé lo que supuso aquella mal llamada gripe española de los años 20 del siglo pasado. Había que armarse de paciencia.
La segunda expresión que hizo clic en mi cabeza me llegó de la boca de un buen amigo. Una vez superado lo más duro del confinamiento, cuando ya habíamos empezado a dar nuestros primeros paseos y los políticos y las redes sociales se peleaban por un nuevo neologismo, la desescalada, conversando por teléfono con Arturo sobre todo lo que estaba pasando la pronunció, con la misma sencillez y contundencia que Margarita. Yo le insistía en la importancia de reactivar la economía, de lo vital que eso era para los sectores sociales más vulnerables que estaban sufriendo el impacto económico de una manera mucho más directa. Sin dejar de reconocerlo, Arturo zanjó la cuestión afirmando que lo primero era sobrevivir, salir vivo de esta. Fue como un bofetón en la cara: no solo para no olvidar a todos los que se habían dejado la vida en aquella mortífera primera ola, sino para advertir que el virus seguía ahí, que la pesadilla de contagios no había acabado aunque entonces la incidencia se encontraba francamente baja.
Arturo decía esto porque sufre una enfermedad pulmonar crónica (EPOC) y era muy consciente del grave riesgo que corría su vida si contraía la enfermedad. Así me lo verbalizó en uno de nuestros encuentros de estos meses. Después de transitar por lo peor de la pandemia, después de haberse vacunado él y todos los miembros de su familia, el virus entró en su casa hace tres semanas, en el segundo año de la pandemia. Su anciana madre nonagenaria murió sin que apenas pudieran asistir dos personas a su funeral, hija y nieta de la finada. Arturo solo pudo estar presente a través de una vídeollamada porque ya se encontraba ingresado en el hospital. Ninguno de sus amigos pudimos acompañarlos ni a él ni a su hermana en la despedida de su madre. Desde hace más de quince días, Arturo y el equipo médico de la UCI en la que está ingresado están haciendo lo posible por salvar su vida. Arturo fue sedado e intubado hace una semana. Permanece estable dentro de la extrema gravedad. Sus amigos y su hermana nos agarramos a las paredes de nuestros recursos emocionales, psicológicos, vitales, religiosos para no resbalar y caer en el pozo del desánimo y la desesperanza. Entre todos lo vamos consiguiendo, apoyados en la roca firme y serena que es su hermana, a pesar de los momentos de duda y angustia que en ocasiones nos asaltan.
La vida continúa y tenemos que seguir viviendo, he escuchado decir esta semana en mi trabajo en relación con otro asunto. Sé que también es cierto. Arturo es un tío muy vital con ganas de seguir adelante y vivir. Tiene proyectos editoriales y literarios pendientes que acabar y viajes por hacer. Pero la pandemia no ha terminado. Apenas hemos pasado el meridiano del segundo año. Siento ser yo quien derrame la jarra de realidad fría esta vez. Aunque las vacunas han ayudado a normalizar un poco nuestras vidas, debemos recordar que no son efectivas al 100% y no son esterilizantes, esto es, no impiden que nos infectemos. No debemos perder de vista lo primordial de esta pandemia: sobrevivir, hay que salir vivo de esta. Yo confío en la fuerza de Arturo para recuperarse.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Foto: El primer abrazo de Mads Nissen
Fotografía ganadora del World Press Photo 2021
Como siempre, ¡Que razón tienes! y sobre todo como lo expones. Está clarísimo y creo que todos lo sentimos así.
ResponderEliminarQuien quiera que lea y entienda. Yo tengo poco más que añadir.
EliminarLo importante es vivir. Sin vida no hay economía, es obvio.
ResponderEliminarAsí es: no es salud o economía, sino salud y economía.
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