Una cambra pròpia

domingo, 21 de junio de 2020

REENCUENTRO

“Los ritos son necesarios”, dijo el zorro a su nuevo amigo el Principito. Y razón no le faltaba. El miércoles recuperé un rito necesario para quien os escribe. Lo hice con emoción y también con extrañeza. Es un rito aprendido desde la infancia y afianzado en la adolescencia y la juventud. Las ciudades pequeñas en los años ochenta y noventa del siglo pasado no ofrecían demasiadas alternativas de ocio para los jóvenes. ¿Qué queréis que os diga? Soy una romántica y echaba de menos el ritual de entrar en un sala de cine en penumbra, buscar mi butaca, tomar asiento y disfrutar con el apagado de luces y el encendido de la pantalla. Los primeros acordes que indican que se está en un cine donde se exhiben las películas en versión original es una letanía familiar para mí, casi un himno o un salmo responsorial. Ese día tomó un nuevo significado. Desconozco si todo esto se podría considerar lo que han llamado la nueva normalidad, quizás sea disfrutar de la cultura y del arte como lo hacíamos antes, pero con una nueva mirada, como un privilegio y una necesidad que no hay que dar nunca por supuestos. Los seres humanos estamos necesitados de ritos porque, como decía Umberto Eco, somos animales religiosos por naturaleza y esto ocurre porque somos el único animal que tiene la certeza y la consciencia de que va a morir. Y, después de lo ocurrido, deberíamos saberlo más que nunca y disfrutar, con prudencia y estoicismo, de la alegría de estar vivos y de los placeres de la vida y de la cultura que nos riegan las emociones y el pensamiento.

La última vez que celebré este rito fue el once de marzo, sin querer darme cuenta de que tardaría algo más de tres meses en volver. La sala estuvo prácticamente vacía en una sesión a mediodía; solo asistimos tres espectadores huérfanos para ver un documental argentino que no iba a estar mucho tiempo en cartelera aunque se había estrenado el 8M: La ola verde (que sea ley). Se trata de un documental del cineasta Juan Solanas en el que retrata las vibrantes movilizaciones del movimiento feminista para despenalizar el aborto en Argentina y que llevaron a la presentación de una ley en el Congreso en junio de 2018. La cinta recorre el camino del trámite parlamentario, intercalando opiniones y testimonios de mujeres activistas, víctimas de abortos clandestinos y familiares de fallecidas, juristas y políticos, hasta su rechazo por parte del Senado argentino en agosto de ese mismo año. A pesar del fracaso, el espectador abandona la sala con la convicción de que la lucha por la libertad de las mujeres no está perdida, porque conlleva salvar la vida de muchas hermanas. La ola verde consiguió el premio Otra mirada en el Festival de San Sebastián.

Aquella tarde me quedó en el tintero de la cartelera otra película de mujeres, dirigida por otra mujer: Gracia Querejeta. Estuvo hibernando pacientemente los tres meses de confinamiento, en aquellos días en que contábamos los muertos a centenares en un cómputo desgarrador. Ha sido una primavera dura y difícil y la cultura nos ha consolado solo parcialmente de la enfermedad y la muerte. Y no sé lo que hubiera sido de nosotros sin ella. Invisibles me devolvió el goce del ritual cinematográfico recuperado. Las tres actrices protagonistas, Adriana Ozores, Nathalie Poza y Emma Suárez, protagonizan esta historia de mujeres que han superado los cincuenta y que se dan cuenta de su invisibilidad. Es una historia de diálogos ágiles donde los matices y las contradicciones hacen de esta profesora de matemáticas desilusionada, de esta inocente encargada de un vivero y de esta ejecutiva agresiva, personajes creíbles que navegan entre la frustración y el deseo de coherencia y felicidad. La relación entre ellas es una amistad real: con reproches, escucha, mentiras y apoyo en la dificultad.

El ritual se vio alterado por la distancia social y las mascarillas, pero la sensación de recobrar una práctica que nutre y hace pensar lo compensó con creces. También la mirada de complicidad de las dos trabajadoras y su saludo familiar. Sin embargo, aún nos queda recuperar otro espacio de encuentro insustituible: el ágora teatral.  

Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe


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