Ignasi Riera i Gassiot murió el pasado 23 de mayo de 2025 en Madrid. Para los amigos y conocidos era el Nani, un nen golut –un niño goloso, como él mismo se definió en uno de sus libros– pero, sobre todo, era una persona cercana con un sentido del humor que no hacía ninguna concesión, ni siquiera a la muerte en los últimos días.
Este català a Madrid llegó a la Villa en 2003 por aquellos azares del amor y nunca se aburrió, como me contaba la última vez que nos vimos. Era un editor e intelectual tranquilo –escribió su amigo y periodista Manuel Campo Vidal en El País– que también hizo política, porque ya sabemos lo que pasa si no la hacemos nosotros, como diría Joan Fuster. Uno de los aspectos que más he apreciado de su amistad y persona ha sido su claridad. El Nani no se iba por las ramas cuando se trataba de decir lo que pensaba. En el mundo de la política, comenzó en la gestión municipal en el Ayuntamiento de Cornellà donde se forjó. Siempre lo decía, los políticos útiles para los ciudadanos se forman a pie de calle, gestionando presupuestos municipales y llevando a cabo proyectos siempre con una memoria económica. El resto es vender humo. Clar i català!, como él.
El Nani ha sido un hombre generoso, como buen catalán –perdonad, pero nunca he entendido el tópico–, hasta el punto de venir a Madrid cuando tropezó con su tesoro más oculto, Carmen García Somolinos, enfermera de profesión y que conoció en los campamentos del Sahara Occidental cuando aún era parlamentario en Cataluña. Y no se lo pensó dos veces e hizo la maleta cuando se jubiló, si es que alguna vez lo hizo. Quiero remarcar este hecho porque Nani era un hombre de otra generación, pero no lo dudó. Si él estuviera escribiendo estas líneas diría que, efectivamente, lo era, pero que ya sabía dónde había puesto el ojo. A pesar de su año de nacimiento y su trayectoria, siempre trató a todo el mundo –así lo experimenté yo– de igual a igual, con una cercanía y confianza que te desarmaba desde el principio.
Conocí a Ignasi en 2015 en el Cercle Català de Madrid. Me acerqué a esta institución cuando iba a publicar mi primer poemario, Olor de poma verda. El president del Cercle por aquellos años, Albert Masquef me acogió generosamente y me propuso participar en el club de lectura que conducía Riera. Recuerdo la primera vez que hablamos. Me pidió el poemario para leerlo, mientras le devolvía a Alberto otro libro que acababa de leer. La crítica literaria que le hizo Nani era que la autora debía volver a escribir el libro. No hace falta que os diga que aquel comentario me dejó helada y temí lo que diría después de leer mis poemas. Tardé días en enviárselos y me respondió al correo electrónico reprochándome la espera. Los leyó enseguida, porque Nani era un lector voraz. Con razón afirmaba que lo primero que debíamos ser era lectores. Sin ellos, no hay literatura. Con cautela, comparecí pensando que no podía volver a escribir unos versos que había revisado decenas de veces. Por segunda vez, Nani fue generoso y me dijo lo que sinceramente pensaba.
Entonces descubrí la importancia de que alguien de letras te dé su opinión franca sobre lo que escribes. Nani anotaba todo aquello que le emocionaba y también lo que veía mejorable. Y lo hacía con una naturalidad que iniciaba un diálogo fecundo, durante el cual yo defendía el porqué de la decisión expresiva. A veces, lo convencía; otras, le daba yo la razón y ejecutaba el cambio.
De Nani he podido aprender un puñado de cosas sobre la generosidad con los demás y sobre la literatura y el mundo literario también, pero lo que más me ha conmovido ha sido su actitud frente a la muerte que sabía que venía a buscarlo y que aceptó con una serenidad, que envidio y quiero para mí. Nuestros últimos encuentros en aquella cocina pequeña, con una gran ventana por donde entra la luz y donde le gustaba tanto sentarse, han sido una lección de vida. Allí Nani continuó haciendo lo que más le gustaba: leer, escribir, conversar con gente querida… Le faltó poder comer ya que, en este punto, la vida lo golpeó donde más le dolía. Nani era un amante de la buena cocina como quedó patente en su bibliografía. De todos modos, por fortuna, una copa de vino lo acompañó en la celebración de la vida y de la muerte hasta casi el final. De los libros se aprende mucho, pero de la vida y de los bares, más aún. A pesar de la tristeza, debo confesaros que, estos últimos meses, he salido de aquella casa con una sonrisa en el alma ante la actitud socarrona de un hombre que bromeaba con sus horas contadas. Estoy segura de que en el infierno le espera un buen arroz a banda.
Por todo ello, Nani, te debo un cuento. Como aquel que me contaste tú un buen número de veces, como lo hacen los abuelos con los niños pequeños, cuando el poeta Estellés estaba también al borde la muerte y tú eras secretario de la AELC y fuiste a verlo. Me has grabado en el corazón lo que escribiré para intentar averiguar el significado de su título, L’alegria de la mort. ¡Gracias, Nani, por tanto!
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
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