Una cambra pròpia

domingo, 12 de noviembre de 2023

TERRORISTAS, FASCISTAS Y GOLPISTAS

Dice Harriet, la protagonista de La tortuga de Darwin de Juan Mayorga, que “las palabras marcan a la gente que hay que eliminar: “judío”, “burgués”, “comunista”, “fascista”, “terrorista”…”. Oír, en la vida pública o cotidiana, alguno de los calificativos recurrentes que encabezan este artículo me evoca estas palabras de la vieja galápago. Más allá de estos términos ancestrales, creamos otros más posmodernos o caseros como prorruso, antisemita (obviando que los palestinos también lo son), supremacista, populista o filoetarra. Con la etiqueta, clasificamos y descalificamos al adversario político o a quien discrepa con nosotros, aniquilamos cualquier posibilidad de debate enriquecedor que nos pueda hacer dudar, para así no tener que seguir escuchando lo que tenga que decirnos, para no tratar de entender desde donde nos habla y qué experiencias o ideas le han conducido al lugar desde el que habla. Con el rótulo, colocamos al otro en una posición opuesta a la nuestra, en un sitio indeseable que es mejor no pisar porque hacerlo supone contaminarse, mancharse. Nuestra obcecación ya no nos permite reconocer que explicar no es justificar.

Con el lenguaje configuramos la realidad, la delimitamos, nos posicionamos ante un mundo cada vez más poliédrico, muchas veces incapaces de entender su complejidad. Por eso, cuanto más pobre es nuestro lenguaje, más limitada y obtusa es nuestra visión del mundo. Y así, con un léxico cada vez más escaso, habiendo vaciado las palabras de su auténtico significado, convertidos en hooligans ideológicos (nuestros planes de estudio y la organización de los centros educativos ya se encargan de empobrecer el discurso de nuestros jóvenes), nos empeñamos en clasificarlo todo en blanco o negro, olvidando la escala de grises. Tampoco tenemos el tiempo y la serenidad necesarios para un análisis medianamente sosegado que en ocasiones tan solo nos conduciría a pronunciar el tan temido “no lo sé”. Confesar esta ignorancia, casi epistemológica (perdonad el palabro), es imperdonable. Sin embargo, hacer afirmaciones ostentosamente cerriles se premia cada vez más en los diferentes ámbitos (político, social y también laboral). Ayuda a ese tan ansiado progreso individual o éxito social (expresiones impostoras de este viciado afán comunicativo). No interesa un pensamiento que no pueda ser resumido en doscientos ochenta caracteres (escribir el número en letra ya es una temeridad y una provocación), porque sencillamente no llegamos al final. 

Es triste y lamentable pero el sentido crítico no es un valor en alza. Se lleva el gato al agua quien es capaz de pronunciar el tweet más resultón e impactante, quien es capaz de proferir los sustantivos demagogia y manipulación y despertar el aplauso. Articular la más leve discrepancia o duda sobre la categorización impuesta, sobre el cómo se llevará a cabo cualquier idea o proyecto (oh, palabra mitificada), supone la sospecha a la adhesión inquebrantable que hoy se nos exige en demasiadas esferas de nuestra vida. Si lo pensamos bien, las preguntas con una respuesta más problemática son aquellas encabezadas por el interrogativo cómo. Se asfixia la discrepancia y el diálogo y se sustituyen por reuniones superfluas e inútiles. Con la devaluación del lenguaje se degrada nuestra realidad, nuestra democracia, pero también nuestros ambientes de trabajo, nuestras conversaciones diarias, nuestra convivencia, nuestra humanidad.

Las palabras preparan muertes; las palabras matan”. Nos podrá parecer que el quelonio chochea, ya que edad para ello no le falta. Sin embargo, con el vocablo terrorista decidimos qué bombas son buenas y cuáles son malas (como si hubiera alguna benévola), con la perversión de expresiones como “derecho a la legítima defensa” o “respuesta proporcionada” se da permiso para ejercer una violencia desmesurada. ¿Cuál es el límite? ¿Cuántos niños muertos son necesarios para incomodarnos? ¿Cuál es la diferencia entre un “acto terrorista” y un “crimen de guerra”? ¿Quién pone ese límite? ¿No será que el límite de la violencia, física y verbal, no debiéramos atravesarlo nunca? ¿No será que lo cruzamos cuando nos abandona el lenguaje y no reconocemos el auténtico significado de las palabras?

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe

Imad Abu Shtayyah (Palestine), We shall return, 2014

Oil on canvas


 

 

7 comentarios:

  1. Un artículo profundo y muy pertinente, Begoña. Estoy devastada por lo que está sucediendo en Gaza, con la indiferencia o el beneplácito de gran parte de la comunidad internacional. El lenguaje hoy en día se ha convertido en algo empobrecido y hueco, ya no hay una reflexión sobre qué decir ni cómo afectará lo dicho a los interlocutores. No sé...si no podemos dialogar, quizá sea mejor callar y simplemente actuar. Como dice Depeche Mode en su canción Enjoy the Silence : "Words are very unnecessary, they can only do harm" (las palabras son muy superfluas, sólo pueden hacer daño) Y así parece que va a ser.

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    1. Nos faltan espacios de silencio y reflexión. También humildad, que no es otra cosa que reconocer los propios límites, para ser conscientes de que no podemos saberlo todo. Un abrazo, Covadonga.

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  2. Me encanta el tema (o subtema) de hoy: "Con el lenguaje configuramos la realidad,...". "Cuanto más pobre es nuestro lenguaje, más limitada y obtusa es nuestra visión del mundo".
    Para el sistema educativo el lexema y el morfema están muy bien pero no debería olvidar tus anteriores reflexiones. Junto con que además de para comunicarnos con los demás, el lenguaje sirve para comunicarnos con nosotros mismos. Esa voz interior que siempre te habla te dirá cosas distintas en función de la riqueza o pobreza de tu lenguaje.
    Buen domingo.

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    1. Exactamente, el lenguaje nos ayuda a poner nombres, en primer lugar, a lo que nos pasa por dentro y expresarlo.

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  4. Bego, para evitar los monologos anti "monopalabros" hace falta ser algo inteligentes, y no tanta gente lo es.

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    1. La inteligencia también se entrena y, así, se expande... De lo contrario, se atrofia.

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