Una cambra pròpia

domingo, 23 de abril de 2023

CARLA SIMÓN Y ALCARRÀS

A estas alturas cualquier lector que se acerque a estas líneas habrá visto ya Alcarràs y será consciente del tesoro que supone esta película para el cine español y catalán. Con esta historia sencilla y compleja a la vez, Carla Simón se confirma como una de las miradas más personales y geniales de nuestro cine. Ha conseguido el Oso de Oro del festival de Berlín para una película rodada en catalán por primera vez en la historia. Hay que recordar también que la última historia española en conseguir este galardón fue La colmena de Mario Camus en el año 1983. Alcarràs y Carla Simón se merecieron más en la entrega de unos Goya que no fueron el reflejo del gran año del cine español del que todos hablaban. Todavía hoy aún cuesta que una mujer reciba el Goya a mejor dirección y en esta edición se perdió una oportunidad de (oso de) oro. Digo todo esto sin desmerecer a la gran ganadora, As bestas de Sorogoyen, cinta de una gran solidez y envergadura. 

 

En 2017, con Estiu, 1993, presentó su ópera prima, con un guión escrito por ella misma, donde narraba su propia infancia y que le valió el Goya a mejor dirección novel (premio que sí parece apto para las mujeres). Es esta una historia sutil que adopta el punto de vista de una niña. Y es, desde esta mirada infantil, desde donde vamos entendiendo poco a poco el drama familiar que se nos cuenta y la situación de orfandad de la pequeña protagonista. En su último cortometraje, Carta a mi madre para mi hijo, protagonizada por Ángela Molina y algunos de los actores de Alcarràs, Simón intenta recuperar la figura de su madre a la que apenas conoció. Procura acercarse a ella para reescribir sus recuerdos y hacer suyo y de su hijo también el círculo vital de la sangre. Y lo hace a través de imágenes, música y objetos. ¡Qué importante es la corporeidad y la concreción de los objetos cotidianos que construyen nuestro mundo emocional desde la más tierna infancia!

 

Forma parte ya del universo de Simón (y también del nuestro) esta obra cumbre que es Alcarràs, aparte de ser el nombre universal de un pueblo de Lleida. Utilizo este adjetivo porque Alcarràs habla de un mundo que desaparece, un universo hecho de costumbres sencillas y cotidianas que no ambicionan ni la riqueza material ni llegar a los libros de historia. Alcarràs cuenta la historia de la familia Solé que, al final del verano, tendrá que abandonar la manera en que se gana el sustento y también su manera de vivir. Simón decidió trabajar con actores no profesionales para dar autenticidad a su historia y, sin duda, parece que se trata de una familia real que se une, se distancia, se divierte y se apoya ante la desaparición del mundo tal y como lo conocen y de una vida que han compartido y gozado hasta ese verano. Porque la familia Solé, después de la recolecta estival, tendrá que abandonar las tierras de melocotoneros que trabajan desde los tiempos de la Guerra Civil, tierras que fueron cedidas por el Pinyol, terrateniente protegido por los antepasados de los Solé durante la contienda. Pero aquellos eran otros tiempos y los acuerdos se guardaban en las palabras y en un apretón de manos, porque la palabra dicha se mantenía y tenía un valor. Sin embargo, con los nuevos aires de progreso y la necesidad de la transición ecológica, el último Pinyol reclama las tierras que serán, después de ese verano aciago, pasto de las excavadoras para el sembrado de paneles solares.

 

Pero en el cine de Simón es tan importante lo que se dice como cómo se dice. Y es aquí donde reside su maestría: en los matices psicológicos de los personajes como Quimet, padre de la familia, que se muestra frágil y contradictorio en su rudeza; en el relato coral que nos ofrece la visión infantil en el juego inconsciente de los niños, la rebeldía de los adolescentes que se debaten entre estudiar o aferrarse a ese estilo de vida, la rabia de los adultos que ven cómo se les arrebata su modo de vida y su sustento, y la resignación y la tristeza de los ancianos que saben que el fin del verano será inexorable; en la sutileza de las escenas que nos retratan una manera de vivir que se extingue (el viejo coche de juego de los niños, las comidas familiares en el campo con la gastronomía autóctona o la coreografía de unas adolescentes en las fiestas del pueblo); o en el enfoque de la cámara que acompaña a los personajes sin movimientos bruscos y que apenas distingue entre los espacios interiores y exteriores, porque todo es un espacio común de emociones y vivencias compartidas.

 

Por último, Alcarràs es una joya lingüística rodada en lleidatà (variante occidental del catalán como el valenciano) por el uso de la lengua intergeneracional que se aprecia en los diálogos. Quizás alguien se pregunte por qué esta directora ha decidido que sus películas hablen en una lengua de apenas ocho millones de hablantes cuando podrían expresarse en un idioma que llegaría a quinientos millones. Las razones son sencillas, como su acercamiento a la realidad: Carla Simón habla en sus historias desde las tripas y eso solo lo podemos hacer con veracidad y autenticidad en nuestra lengua materna (la de esa madre biológica a la que ella apenas conoció). Porque Alcarràs reivindica el vínculo con la tierra. Y porque el catalán es una lengua con una tradición literaria y cultural de cientos de años que se reivindica en el uso cotidiano y en la voz de sus artistas, como Carla Simón, para llegar de esta manera a la universalidad. Y así, nos deja Una cançó de Pandero, creada para esta historia y que se convierte en un leitmotiv que nos acompaña más allá de los créditos finales.

 

Si el sol fos jornaler,
          no matinaria tant.
          Si el marquès hagués de batre,
          ja ens hauríem mort de fam.
          Jo no canto per la veu,
          ni a l’alba, ni al nou dia,
          canto per un amic meu
          que per mi ha perdut la vida.

 

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe


 


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