La palabra que mejor nos define es
desconcierto. Podríamos unirla a incertidumbre, desasosiego y perplejidad y aún
no acabaríamos de explicar el estado en el que nos encontramos. Vivimos en un
estado de alarma decretado hace dos semanas y, con la certeza, de que nuestro
confinamiento durará, al menos, otros quince días. Hemos presenciado, de
repente, cómo nuestra sociedad daba un frenazo tal que el dibujo del neumático
de nuestras vidas ha quedado marcado en el asfalto de nuestro frágil mundo.
Como supervivientes de un accidente mortal, aún nos despertamos incrédulos
fantaseando con la idea de que anoche soñamos que vivíamos encerrados en
nuestros hogares.
Y en solo dos semanas, todo ha cambiado.
A la sensación de extrañeza se suma que nuestra vida cotidiana más inmediata,
la que pertenece a nuestro ámbito más privado, nuestro hogar, permanece casi
intacta, mientras las noticias demoledoras que nos llegan del exterior nos
anuncian que nuestro mundo parece caerse en pedazos. La pregunta que me hago es
si quiero que algo cambie dentro de mí después de vivir esta experiencia que
jamás imaginamos sufrir o prefiero lamentarme por lo que perdí y ya no volverá
a ser igual. Tengo la impresión de que este confinamiento puede sacar lo mejor
y lo peor de nosotros como seres humanos. Ya lo estamos viendo.
Algún lector pensará que este es un
artículo escrito desde la resiliencia acomodada o el aburguesamiento obsceno.
Prefiero la primera al segundo. Y es verdad: no todos los confinamientos son iguales.
Pienso en aquellos hogares donde se respira la violencia y la desazón, en los
que la incertidumbre económica llega a ser angustiosa, en las personas que,
como mi madre que cumplió años esta semana, lo pasan en soledad, en las
familias de los sanitarios, empleados de supermercados, camioneros, etc. que
salen a batirse el cobre, en los que sencillamente no tienen casa, en los que
viven hacinados en pisos patera, en los que se aburren como ostras y se suben
por las paredes porque no tienen nada que hacer. Es verdad, no todos los
confinamientos son iguales. Lo sé porque estoy confinada en un minipiso de
treinta metros cuadrados sin vistas a la calle, compartiendo este espacio con
otra persona. Y, sin embargo, creo que podemos abrir nuestras ventanas interiores
para asomarnos hacia lo que hay dentro, para disfrutar de lo vivido, de lo
sembrado, de lo leído, de lo viajado que ahora nos puede alimentar y hacernos
sentir vitales, calmados y esperanzados, a pesar de toda la inquietud.
La situación es dramática, especialmente
en los hospitales. Acaso debiéramos reflexionar y hacer autocrítica todos.
Cuántas veces hemos relativizado el impacto en la salud de este virus que se
ceba especialmente con los más vulnerables, nuestros mayores. Lo hemos hecho de
manera casi pornográfica, comparándolo con la gripe común, alegando que afectaba
a personas de edad con patologías previas, como si estas no importaran y
sintiéndonos a salvo. Parafraseando a la antropóloga Margaret Mead, un
colectivo que no ayuda a sus miembros más débiles no merece el nombre de
civilización. Hemos criticado y cuestionado por excesivas y sobreactuadas las primeras
medidas tomadas hace semanas y, sin embargo, aún algunos se sienten vengadores
de los balcones que salen a increpar al que pasea a su mascota o camina con su
hijo autista. También me resulta sorprendente la ligereza con que se critica
todo lo que las personas responsables de gestionar esta crisis sin precedentes
hacen. ¿Tan buenos gestores somos de nuestras existencias? ¿Ha sido nuestro comportamiento
tan irreprochable y modélico a lo largo de esta crisis? Tiempo habrá de
analizar los errores cometidos y las alertas infravaloradas. Tiempo habrá en
que, con nuestro voto, podremos decidir quién ha estado más cerca de dar la
talla política que esta crisis sanitaria y humanitaria se merece. Tiempo habrá
de decidir si queremos votar a quien defiende la sanidad pública de
manera decidida o a quien se ha empeñado en hacer de nuestra salud un negocio durante décadas. Tiempo habrá
de valorar si nuestro comportamiento depredador con el planeta merece un freno
y aprendemos que es posible habitarlo de otra manera. Tiempo habrá de todo esto y
de volvernos a echar los trastos a la cabeza para demostrarnos que estamos
vivos. Tiempo habrá. Ahora es tiempo de reflexión y de permanecer unidos en lo
más genuino que tenemos: nuestra condición humana que debe hacernos solidarios,
comprensivos y responsables, más allá de todo lo demás. Y tenemos que hacerlo
separados, cada cual en nuestra casa. Unidos, pero separados.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Obra del artista Hugo Aroca