Estos días ha vuelto a mi mente el recuerdo de
una película impactante e imprescindible: Amour
(Michael Haneke, 2012). Los protagonistas, Georges (Jean-Louis Trintignant) y
Anne (Emmanuelle Riva), dos ancianos de ochenta años, son profesores de música
clásica jubilados que viven en París. Ambos han tenido una vida plena; tienen
una hija, que también se dedica a la música, que vive en Londres con su marido
y que parece no entender las decisiones de su padre. Anne sufre un infarto que
le paraliza la mitad del cuerpo y empieza un lento deterioro físico que la
llevará a la dependencia absoluta y a la postración. En ese momento, el título de
la historia cobra todo su significado. Lejos del amor romántico cuya concepción
vamos superando solo poco a poco, la historia, contada con sencillez y
austeridad (cercana a la crudeza, sin apenas acompañamiento musical), se centra
en dos ancianos que afrontan el tramo final de sus existencias con la compañía
de la enfermedad y el sufrimiento que esta supone. Esta historia de amor
desembocará en el final inevitable y previsible: la muerte.
Amour cuenta una historia de amor que se encuentra
en sus últimas andaduras (las más difíciles y duras), una historia larga de dos
personas que han construido su camino juntas. Haneke nos dice que el amor al
otro es un sentimiento que se crea con el tiempo, que requiere tiempo, pero
también supone sacrificio. Deseo y enamoramiento son los fuegos artificiales
iniciales que nos abren a la posibilidad del amor, ese sentimiento más
permanente y estable que nos conduce a la incondicionalidad. Georges hará lo
posible para atender a su mujer y paliar su sufrimiento hasta sus últimas
consecuencias. Acompaña a su esposa y contempla su degeneración permaneciendo a
su lado, desde la libertad del que ha elegido quedarse pase lo que pase.
En algunas secuencias de la cinta, el
espectador puede palpar la vida que ha compartido esta pareja, una vida que
aman por las emociones que brinda y por la posibilidad de compartir con otros,
una vida que han disfrutado mientras les ha sido posible: la historia comienza
con su regreso a casa de un concierto de música clásica. Cuando Georges toma la
decisión que adopta sobre la enfermedad de su mujer, solo puede entenderse como
un acto de amor, un acto de auténtico cariño y admiración que le lleva a
respetar las decisiones y promesas que le hace a su compañera. La dignidad de
su mujer está ya por encima de toda ley humana, social y religiosa. En este
punto, hubiera resultado más sencillo que la legislación contemplara la
libertad de la persona para decidir sobre su sufrimiento y su propia muerte.
Pero la determinación de Georges para cumplir la voluntad de su mujer está ya apuntalada
en ese amor definitivo que siente por ella.
Este es el relato de Amour. Cambien ahora los nombres de los protagonistas y llámenles
Ángel Hernández y María José Carrasco. Tendrán entonces una historia de amor
real, auténtica, que supera toda ficción: una historia que se merece todo el
respeto y ninguna persecución ni sentencia judicial.
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Artículo publicado en el periódico 'Ágora Alcorcón'
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