Una cambra pròpia

domingo, 2 de noviembre de 2025

LAURENCIA

¿Qué ocurre con las víctimas de estupro cuando todo pasa? ¿Cómo es su vida después? ¿Consiguen sobreponerse a una agresión que deja una herida tan profunda? ¿Cómo reacciona su entorno? ¿Es posible volver a la normalidad? A todas estas preguntas trata de encontrar respuesta Alberto Conejero en su obra Laurencia, un monólogo escrito a partir del personaje protagonista de Fuenteovejuna de Lope de Vega. Conejero, que versionó la obra del creador de la “comedia nueva” en 2017, se acerca a la intimidad de este personaje para mostrárnoslo al final de su periplo por la Tierra. “Se cumple ya mi tiempo. No temo la hora: es la ley de las bestias y la de los hombres.” Con dulzura y serenidad nos empieza a hablar Laurencia, que toma el cuerpo y la voz de una sublime Ana Wagener, con la intención de no referirnos los fatídicos hechos acaecidos en el pueblo cordobés en 1476. Se dirige a nosotros, atravesando los siglos y la ficción, para explicarnos lo que queda después de la barbarie: “un puñado de fantasmas” que “nos hemos acostumbrado a las ausencias”. Es menester responderle que este encuentro en la memoria se produce en la imaginación de todos los que, a golpe de arar el tiempo, vamos cumpliendo años y dejándonos los días en los surcos del vivir. “Aquí los muertos están más vivos que en ningún otro sitio”. 

 

Gracias al montaje de Aitana Galán puesto en escena en la intimidad de la Sala Tirso de Molina del Teatro de la Comedia, Laurencia, “única hija de Esteban, un labrador de ovejas, y de Laurencia, labradora”, nos habla de su madre, que era “como una vasija hasta el borde que nunca se derramaba”, pero sentencia que “la belleza siempre es una maldición”. Por eso, nos cuenta cómo la perdió de forma prematura, sin obtener respuesta a ninguna de sus preguntas, porque “las mujeres morían “de repente” y a nadie le importaba”, porque había que acostumbrarse a los azares de la vida, y cargarlos en el pecho o en la espalda o donde se pudiera para seguir adelante. Laurencia, que lleva el nombre de su madre, se rebela contra el olvido y proclama que “mi recuerdo es mi corona”. Y nos relata cómo creció sin ella, “hija sola y sola entre hombres” hasta que llegó la pubertad y la primera sangre y fue apartada. La ignorancia y la falta de respuestas a sus preguntas nos recuerdan que muchas veces vivimos sin saber explicar las cosas que nos ocurren, “sin una palabra para nombrarlas”.

 

Todo esto nos lo cuenta mientras Antonia Jiménez rasga su guitarra flamenca y siembra una alfombra de notas musicales sobre la que caen las palabras de Laurencia. “El amor es deseo de hermosura”, le dijo un día con tristeza su madre. Lo recuerda cuando tonteaba con Frondoso y se preguntaba sobre la naturaleza de las relaciones humanas. El veredicto es implacable y descarnado. Su lucidez nos abruma: “Mi padre nunca tuvo más amor que a su propia persona”. ¿Acaso podrá ella hacerlo mejor? En medio de este torbellino emocional, empieza a fraguarse la tormenta y a tener noticia de los desmanes del Comendador. Y de nuevo, nos aguijonea con su clarividencia. Celebrar los muertos de los otros, callar y mirar hacia otro lado ante las primeras violaciones pensando que “a nosotras no nos iba a pasar” termina por alcanzarnos. Reconoce que sintieron “alivio porque eran otras” las ultrajadas, un consuelo que acabó convertido en vergüenza.

 

La esperanza a veces hace trampas: no es posible seguir viviendo para que la vida vuelva, cuando se ha impugnado lo sagrado de esta. Es imposible no volver a contarlo, como no es posible olvidarlo. El dictamen de Laurencia es riguroso: no fueron héroes porque no hubo nada épico en aquel asesinato atroz, por muy justo y merecido que este fuese. ¿Por qué los humanos seguimos haciendo de esta Tierra un infierno para nuestros semejantes? De la estampa de Ana Wegener, una Laurencia en el umbral del traspaso, emerge la imagen, tan poderosa como dolorosa, de Cristina Marín-Miró, esa Laurencia joven y lozana que grita su rabia, exhibiendo su desnudez humillada, después de que el Comendador y sus hombres hayan consumado el ultraje. Es una Laurencia de una Fuenteovejuna potente y descarnada, dirigida por primera vez por una mujer, Rakel Camacho. Pero me temo que no es solo teatro, ya que es tan viejo como repetido: el cuerpo de las mujeres convertido en arma de guerra. Compañeras, Ana, Cristina, Rakel, tened presente que si la guerra vuelve a nuestra tierra, nuestros pechos caídos y nuestros cuerpos decadentes no nos librarán de la infamia y la deshonra. La violencia solo engendra violencia: “¿Es el asesinato del Comendador lo único que pudimos engendrar?”

 

Begoña Chorques Fuster

Profesora que escribe