Ayer fui al cine a ver Sirât. Salí del recinto perpleja y conmocionada, prácticamente sin palabras. Es una película que debe verse en el cine, ritual colectivo occidental. Sirât me ha provocado la experiencia estética más brutal desde que vi Cafarnaúm (Nadine Labaki, 2018) en la gran pantalla. Apreciar la calidad artística de una obra (pertenezca a la literatura o a las bellas artes) estimula el placer estético, a la vez que nos permite comprehender el mundo en el que vivimos y nuestra naturaleza humana. Sin embargo, pocas obras tienen el poder de perturbarnos hasta el punto de dejarnos casi sin respiración, sin pensamiento. Terres mortes (Anagrama, 2021) de Núria Bendicho Giró fue la última novela que me desarmó de esta manera, dejándome boquiabierta.
O que arde (2019), film anterior de Oliver Laxe (París, 1982) pertenece al grupo de las obras de arte extraordinarias por su insólita belleza. Nos relata, con una gran sensibilidad poética y visual, la vuelta de Amador a su casa, en una aldea perdida en medio de las montañas lucenses, con su madre Benedicta, su perra Luna y sus tres vacas. Laxe explora la imposibilidad de ser aceptado, ya que Amador acaba de cumplir condena por haber provocado un incendio. Retrata un modo contemplativo de vida en extinción mientras hace apología y refuta el fuego a la vez. En esta cinta, Laxe ya trabajó con actores no profesionales, como la octogenaria Benedicta Sánchez.
Sirât, su última película, es una obra maestra del séptimo arte, que ha sido galardonada con el Premio del Jurado del Festival de Cannes. Buscar las palabras para explicar y ordenar todas las emociones que suscita es una tarea ingente para esta profesora que os escribe. Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) llegan a una rave en medio de las montañas marroquíes buscando a su hija y hermana Mar, que desapareció en una de estas fiestas cinco meses atrás. Allí conocen a cinco ravers que les informan de que habrá otra fiesta en el desierto. El ansia por encontrarla hará que decidan adentrarse en una odisea que les conducirá a lo desconocido.
Antes, con un acento sensorial inconfundible, mientras unos enormes altavoces disparan música electrónica, hemos asistido a la danza zombi, nihilista de un grupo de jóvenes (y no tan jóvenes) en medio de la nada, en un ceremonia ritual casi religiosa o diabólica, mientras el mundo exterior se cuela en forma de titular radiofónico anunciándoles el apocalipsis al que parece que nuestra civilización actual está abocada, aunque “hace mucho tiempo que es el fin del mundo”. No obstante, esta estética punk alternativa y radical nos revuelve en nuestras butacas de ciudadanos bien pensantes y ordenados que pagan sus impuestos religiosamente y usan desodorante todos los días.
Casi media hora después de empezado el metraje aparece el título en la pantalla: Sirât, aunque, al inicio, nos han explicado su significado: “camino”, “sendero”, que en la tradición islámica, se refiere al puente que se extiende sobre el infierno y que hay que atravesar para llegar al paraíso. Cuando se funda la pantalla a negro al final, entenderemos en nuestra epidermis y estómago el verdadero significado de este “trance en el desierto”, como se subtitula. Sin embargo, la obra está llena de vetas, como las montañas en medio del desierto, de sedimentos y alusiones bíblicas, mitológicas y literarias de nuestro Occidente decadente. Aunque la Ilustración parece haber fracasado, nos deja su huella artística indeleble.
Con una fotografía sublime de Mauro Herce, las secuencias de la película nos conducen por un paisaje hostil en su simpleza, desértico, por el borde de un abismo por el que tenemos la certeza de que acabaremos despeñándonos y desde el cual se contemplan las mejores vistas. Antes, Laxe desarma nuestros prejuicios pequeñoburgueses mostrándonos la vida de este grupo de ravers, personajes heridos que se apartaron de la sociedad, en un planteamiento radical, posiblemente después de no ser capaces de integrarse en sus entornos. Viven según su cultura rave de solidaridad mutua, con valores pacifistas, de cuidado, de respeto al prójimo y al medio ambiente. Esta pseudoparentela o familia verdadera, alucinada por las drogas bajo cuyos efectos acabaremos los espectadores, nos remueve interiormente antes de las sucesivas sacudidas y explosiones internas.
La alegoría de la narración, sustentada en diálogos escasos y profundos, de Laxe convierte en metáfora literal y literaria cada fatalidad que acontece a unos personajes interpretados por ravers reales, que buscan dar verdad a este relato simbólico. El único actor profesional es un inconmensurable Sergi López, cuya actuación nos permite tocar y oler a un padre desesperado que, al final, ya no tendrá nada que temer. Su impotencia y su dolor nos atravesarán, de una manera que no podemos sospechar, más allá de la pantalla, porque los giros inesperados de guión nos dejarán sin aliento y sin palabras. Estas líneas son acaso el remiendo hecho de jirones que hube de reunir a los pies de mi butaca.
¿Es posible vivir al margen de la sociedad?¿Es posible la redención en un mundo cada vez más fragmentado? ¿Es nuestra sociedad un auténtico campo de minas? ¿Es la vida marginal y extrema de los ravers la metáfora del olor de la muerte que nos acecha? Parece que no es posible fugarse del sistema. Todos acabamos montados en algún tren, acaso el tren de hierro de Mauritania. Hay quien ha calificado la película de pretenciosa y de regodearse en el sufrimiento que provoca en el espectador. No es un dolor gratuito, sino arbitrario el que muchas veces nos acaba alcanzando en nuestra odisea vital por este desierto en el que tambores de guerra nos llegan también anunciándonos el fin del mundo tal y como lo conocemos. ¿Qué podemos hacer como ciudadanos ante tanto sufrimiento injustificado? ¿Podemos impedir la muerte y la angustia de tanto inocente? ¿Cuál es nuestro margen de maniobra? ¿Qué actitud podemos tomar ante tanta impotencia? Quizás también acabemos situando los altavoces gigantes en medio de nuestro desierto interior y nos dejemos envolver por esa música nihilista y diabólica para gritar, igual que el personaje de Jade: “Sube el volumen… y que todo pete.”
Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe